Os
dejamos el texto que nuestra compañera, Ana Carralero Montero, enfermera
especialista en Salud Mental del CSM San Blas de Madrid, presentó el pasado día
15 de Octubre en las VI Jornadas de La Revolución Delirante.
Le
agradecemos que haya compartido con nosotros este magnífico testimonio y
esperamos que sea el primero de muchos otros de los que pudimos escuchar en
este apasionado encuentro sobre “Coerción y Violencia en Salud Mental”.
Se recomienda encarecidamente pensar después de leer.
La
parte más difícil es aceptar mi responsabilidad en la dinámica de la violencia.
(Claude Anshin Thomas.)
Es
un placer poder participar en estas Jornadas de la Revolución Delirante. Es la
primera vez que me encuentro en un espacio profesional en el que puedo expresar
libremente mi preocupación por el tema de la violencia en psiquiatría,
haciéndolo desde una posición no de réplica y con el propósito de contribuir a
un diálogo que genere conocimiento colectivo. Para mí es toda una novedad. Y
también lo es llamarlo “violencia”; no “manejo del paciente” ni “contención” ni
“defensa personal”. Porque creo que llamarlo “violencia” es el primer paso para
poder dejar de ejercerla.
No
es común en psiquiatría llamar a las cosas por su nombre. Lo más habitual es
utilizar eufemismos o términos innecesariamente complejos que en muchas
ocasiones ocultan -o justifican- la brutalidad de nuestras prácticas.
Por
ejemplo, una de estas prácticas consiste en atar a la gente a la cama. Desde
luego no es la única práctica de violencia que ejercemos, pero quizá sí sea la
que mejor simboliza el trato inhumano y hasta dónde llegamos en el control de
la conducta. El término que nos sirve para justificar esta práctica es el de
“agitación psicomotriz”. Aunque intenta categorizarse como un síndrome clínico,
lo cierto es que las definiciones que se proporcionan son ambiguas y poco
exhaustivas.
Por ejemplo el DSM-5 la define como una “excesiva actividad motora
asociada a una sensación de tensión interna. Habitualmente la actividad no es
productiva, tiene carácter repetitivo y está constituida por comportamientos
como caminar velozmente, moverse nerviosamente, retorcerse las manos, manosear
la vestimenta e incapacidad para permanecer sentado1”. Los
instrumentos para medir “la agitación psicomotriz” tampoco arrojan mucha más
luz sobre el concepto: la escala de comportamiento agitado de Corrigan2,
por ejemplo, incluye ítems como “mantiene poco la atención, se distrae con
facilidad, es incapaz de concentrarse”; “poco cooperador, no deja que le cuiden,
exigente”; “habla rápido, alto o en exceso”.
Puede que el término signifique
algo en neurología, pero desde luego como cuadro psiquiátrico todos lo hemos
podido padecer alguna vez. Puede ser cualquier cosa. Incluso los ítems que
expresan un grado mayor de violencia, como “es violento o amenaza a las
personas o a la propiedad”; “se hace daño o insulta”; tampoco parecen muy
específicos. Solo haría falta ir a un bar una tarde de fútbol o quedarse en un
atasco en Madrid para ver agitaciones por todas partes.
Pero
que el término no diga absolutamente nada no significa que no tenga una
utilidad para los trabajadores de la salud. En el ejemplo de la contención
mecánica, justifica su uso. En muchas unidades de hospitalización encontramos
la prescripción médica “si agitación psicomotriz contención mecánica”. Este
tipo de prescripción “si precisa” (como se hace con otras como “ibuprofeno si
dolor” o “paracetamol si fiebre”) nos dice no solo que la contención mecánica
es una práctica tan frecuente que se prescribe por si acaso (a pesar de que
siempre se diga que se utiliza como último recurso) sino también que se
justifica por un teórico cuadro en el que los síntomas son tan patognomónicos
como hablar rápido, sentir tensión interna o no poder estar sentado. Se convierte
así en una forma de justificar nuestra violencia.
Por
otra parte, el uso de este término resulta profundamente discriminatorio (o
estigmatizador, que dicen otros) aunque a veces trate de disfrazarse
precisamente de lo contrario. En una revisión sistemática realizada en 20113
las actitudes discriminatorias hacia la gente con diagnósticos psiquiátricos, que
se concretaron en el deseo de distanciarse, eran mayores cuando existía una percepción de
peligrosidad e impredecibilidad, mucho más que cuando existían percepciones de
atribución de responsabilidad individual (es decir, cuando se hace a las
personas responsables de su condición, generalmente porque se las considera
faltas de fuerza de voluntad, débiles de carácter o que llevan un estilo de
vida inmoral).
Hace unos meses acudí a una charla sobre la contención mecánica
en el Ateneo de Madrid4 en la que participaba una conocida
psiquiatra. Aunque ella repitió varias veces que había una diferencia clara
entre agitación psicomotriz y violencia, ya que la violencia es intencional y
la agitación psicomotriz no (no olvidemos que la agitación psicomotriz es un
síndrome producto de la enfermedad del paciente: “el paciente no quiere hacer
esto”, que decía ella), en muchas ocasiones utilizó la palabra agresividad para
referirse a este supuesto cuadro psiquiátrico. Además utilizó algunas
expresiones que se escuchan frecuentemente cuando se habla del “paciente
agitado”, tales como: “el paciente está mal y cualquier cosa puede desencadenar
un episodio de agitación”; “la conducta es muy impredecible”; “es difícil en
estos pacientes saber qué va a pasar porque puede cambiar su actitud de un
minuto a otro”; “puede parecer un energúmeno”; “en caso de mucho peligro hay
que evitar la confrontación, salir del lugar y llamar a la policía”; “que el
paciente no tenga ningún objeto peligroso, ni mecheros ni cuchillos”. ¿No
transmite este discurso una idea de peligrosidad e impredecibilidad?
Por
supuesto no es la única persona que sostiene esta idea. Este año se publicó un
“documento de consenso”5 en el que una asociación profesional y una
supuesta sociedad científica esgrimían exactamente los mismos argumentos,
utilizando de forma indistinta “agitación” o “agresividad” pero diferenciando “agresividad”
de “violencia” (cabe decir que esta diferencia estará muy clara para ellos,
como lo está la entidad “agitación psicomotriz”, si bien no lo está para los
académicos de la Real Academia de la Lengua Española). En este documento se
pueden leer frases como “es recomendable colocarse fuera del espacio personal
del paciente (algo más lejos del alcance de sus brazos)”, “asegurar una vía de
salida” “con la puerta abierta o semiabierta”, “el profesional debe estar
cercano a la puerta”. Tanto la psiquiatra como los profesionales que elaboraron
el documento, señalan como posible causa de la agitación psicomotriz diversos
diagnósticos psiquiátricos, entre los que no puede faltar, por supuesto, el de
esquizofrenia (¿no estábamos de acuerdo ya en que vincular los diagnósticos
psiquiátricos con la violencia, o sea con la agresividad, o sea con la
agitación psicomotriz, era propiciar el estigma6?). Curiosamente,
tanto la psiquiatra en cuestión como este “documento de consenso” insisten en
que, aunque la agitación psicomotriz no es algo que voluntariamente el paciente
quiera manifestar o controlar, sí puede resolverse a veces haciendo “una
exhibición de fuerza (que el paciente vea personal sanitario e incluso
vigilantes de seguridad dispuestos a poner en práctica la inmovilización)5”,
ya que, en palabras de la psiquiatra “muchas veces el poner en marcha el
dispositivo ya es disuasorio porque al final el paciente comprende que tiene un
poco que ceder a ese tratamiento” (olvidé decir, aunque seguro que ustedes ya
lo adivinaron, que “en ocasiones, el origen de una agitación psicomotriz está
relacionado con el abandono del tratamiento previo”5), añadiendo con una sonrisa maternal “los
listos de ellos, cuando ya está todo, dicen: no, ahora me tomo la medicación”.
Todas
estas cosas contravienen no solo el método científico más elemental, las
recomendaciones de organismos internacionales como la Organización Mundial de
la Salud e incluso las leyes de la argumentación y la gramática más básicas. No
merecerían ni mencionarlas si no fuera por una cuestión que está de fondo y que
representa el verdadero peligro: la presencia de la industria farmacéutica. En
este caso concreto se trata de los laboratorios Ferrer® y un producto que
lanzaron al mercado hace un par de años para tratar (¿pueden creerlo?) la
agitación psicomotriz. Este medicamento debe administrarse según su ficha
técnica solo en entorno hospitalario y bajo supervisión de un profesional
sanitario, sin embargo la psiquiatra aseguraba que “por desgracia hasta ahora
solo es de uso sanitario. El único, digamos, efecto secundario o riesgo que
tiene es que en aquellos pacientes que tengan alguna patología pulmonar pues
hay un riesgo de broncoespasmo que se soluciona con el típico Ventolín® de
siempre, o sea que no es una situación de urgencia (…) No lo podemos utilizar
de momento o todavía, esperemos que en el futuro sí en el ámbito familiar”
(señalar que la charla estaba dirigida principalmente a familiares de personas
con diagnósticos psiquiátricos). Aunque seguro que ya lo sospechaban, Ferrer®
también publica y difunde el documento de consenso del que hablaba: “Abordaje y
cuidados del paciente agitado”, si bien advierte en letra pequeña que “los
contenidos pueden no coincidir necesariamente con la documentación científica o
ficha técnica correspondiente aprobada por las autoridades sanitarias
competentes”. El mensaje que publicita
Ferrer® es el de la imagen: “es importante prevenir la progresión agitación-agresividad-violencia”;
“garantizar la seguridad del paciente y del personal de enfermería”; “calmar
rápidamente y de forma no invasiva”. Lo de “no invasiva” lo dicen porque el
fármaco se administra de forma inhalable, no por la involuntariedad que muchas
veces conlleva o la contención mecánica con la que se amenaza a los “listos” de
los pacientes.
Lamentablemente
Ferrer® y su apuesta por el discurso “el paciente no tiene la culpa”, “la agitación
lleva a la agresividad y ésta a la violencia a no ser que la mediques”; “el
paciente es imprevisible y peligroso cuando se agita, pero no es su culpa, la
culpa es de la enfermedad”, también está presente en otros lugares, por
ejemplo, en cursos para “atender” al “paciente agitado” incluso colaborando con
instituciones universitarias como la Universidad Loyola de Andalucía en la
Cátedra Loyola-Ferrer. Ya sabemos cómo funciona esto: compremos a los
profesionales y generemos la ciencia que nos hace falta.
Esto
es lo que me preocupa, sinceramente. Porque la idea de que la persona con
diagnóstico psiquiátrico es imprevisible, que se puede poner violenta en cualquier
momento, etc., socava un muro que muchas personas diagnosticadas, allegados y
trabajadores nos esforzamos cada día por levantar y defender: que los
diagnósticos psiquiátricos no se vinculan con violencia. Que el mayor riesgo en
cuanto a la violencia en las personas con un diagnóstico psiquiátrico no es que
la ejerzan, sino que la reciban. La prevalencia de violencia, sea esta física,
sexual, doméstica o comunitaria, es mucho mayor hacia las personas con diagnósticos
psiquiátricos que hacia las personas sin ellos. Que estas personas son más
veces abusadas, violadas, golpeadas y atacadas que la población general7,8.
Y por si fuese poco, esa idea discriminatoria legitima al profesional para
actuar o defenderse del “paciente agitado”, mediante el uso de la violencia
institucional y “por su propio bien”.
El
uso de las palabras no es inocente. Creo sinceramente que una de las cosas que
podemos hacer para ayudar y apoyar a las personas con las que trabajamos es
utilizar un “lenguaje corriente”, que como decía Jacqui Dillon9 “es
menos aterrador y empodera a la persona”. Esta forma de utilizar el lenguaje
también es defendida por organizaciones científicas (pero científicas de
verdad) como la Sociedad Británica de Psicología10. El lenguaje
configura nuestra manera de ver el mundo, crea una realidad. Y voy a poner un
ejemplo de esto, aprovechando algo que viví hace algunas semanas en el centro
donde trabajo.
Estaba
en mi centro participando en un grupo que facilito los miércoles, cuando
escuché unos fuertes golpes fuera de la sala. Como no paraban me asomé y vi que
en la administración había un hombre gritando y golpeando el cristal que (no
entiendo por qué) separa a los administrativos de los usuarios en los servicios
públicos de salud. Bajé las escaleras y me encontré con que varios compañeros
sanitarios habían cerrado la puerta de la administración con llave, el señor
gritaba al otro lado del cristal y los trabajadores trataban de tranquilizarle
desde el otro lado. El documento de consenso del que venimos hablando advierte
explícitamente que “hay que evitar actitudes de confianza o abordar por la
espalda”, pero como soy una temeraria (o como no lo he leído bien, que es de lo
que me acusaron sus autores), me acerqué por la espalda al señor y le pregunté
su nombre. Me explicó que el día anterior no había podido contactar con el
centro, había llamado cuarenta veces (me aseguró que tenía las llamadas grabadas
en el teléfono) sin respuesta (tengo que decir en defensa de mis compañeros que
por diferentes circunstancias llevan varios meses trabajando con un 50% o
incluso un 75% menos del personal contratado para la administración). Una vez
llegó al centro, llamó desde su teléfono y observó cómo mis compañeras de
administración no atendían la llamada. Y se enfadó. Se enfadó mucho. En otro acto de temeridad manifiesta y
desoyendo todas las recomendaciones financiadas por Ferrer®, le miré fijamente a los ojos. Después de un
par de minutos de conversación, el señor se tranquilizó, mis compañeros
abrieron la puerta y yo volví a mi grupo. Al día siguiente un compañero explicó
el incidente diciendo que “un paciente se había agitado en la administración y
casi nos abre la cabeza”. Y lo dijo con total convencimiento. Escuché una vez a
este compañero decir una frase que todavía recuerdo “cuando no te funciona el
neurotransmisor, no hay psicoterapia que valga”.
Pongo
este ejemplo no solo para ilustrar que nuestra forma de ver al paciente
configura la realidad que percibimos, sino también para subrayar otro peligro
que hay en el uso del término “agitación psicomotriz” y que puede extraerse en
los estudios que hablan de las “conductas agitadas” o del “paciente agitado”:
el aislamiento de la conducta de una persona del entorno en el que se produce.
En muchos estudios sobre la epidemiología de las conductas agitadas o
agresivas, suelen manejarse variables como diagnóstico, síntomas, historia
previa de conductas agitadas, consumo de drogas, etc11., pero pocas
veces se manejan variables como número y características personales de los
trabajadores, características del servicio, tiempo de espera,
voluntariedad/involuntariedad de la demanda, información del procedimiento,
etc. Si se considera que la agitación o la agresividad o como quiera que lo
llamemos es producida por el diagnóstico del paciente, dejamos de preguntarnos
más, o como decía Tomás López Corominas12 “mientras diagnosticar de
enfermo mental a quien hace algo incomprensible sirva de explicación nunca nada
podrá ser explicado”.
En
mi opinión, debemos dejar de llamar “agitación psicomotriz” al nerviosismo, la
inquietud, el enfado o incluso a la agresividad del paciente con un problema de
salud mental, como tenemos que dejar de llamar “cuidado” o “terapéutico” a la
violencia ejercida contra él (aunque esto último no es mi opinión, sino de la
Asamblea General de Naciones Unidas13 , que dice que las
intervenciones médicas forzosas suelen justificarse erróneamente alegando
teorías de necesidad terapéutica contrarias a la Convención de Derechos de Personas
con Discapacidad). Quizá si utilizamos palabras más humanas, podremos dejar de
ver al paciente como un animal, dejar de decir cosas como “los animales se
defienden de alguna forma así cuando tienen miedo”4, “la
aproximación debe hacerse de lado, pero dentro del campo visual del paciente”5,
“no distanciarse en exceso ni mirarle fijamente”5, “si mostramos
miedo el otro se crece”4; o dejar de atarle con correas. Si el
incidente de mi centro hubiera ocurrido en una tienda, nadie hubiera hablado de
paciente agitado. Y que lo llamemos por su nombre no implica culpar al paciente
o a su diagnóstico de nada, ni discriminar al paciente, claro que no. La
violencia no solo ocurre en los servicios de psiquiatría. Ocurre principalmente
en urgencias y ocurre mucho en atención primaria. Hemos repetido hasta la
saciedad y tenemos las estadísticas de nuestro lado, que las personas con
diagnósticos psiquiátricos son menos violentas que la población general. Y
nosotros sí nos lo creemos (sin añadir a pie de página un supuesto cuadro
psiquiátrico que acusa a las personas con determinados diagnósticos de poder
ponerse agresivas en cualquier momento, eso sí, sin intención).
Si
dejamos de llamar “agitación psicomotriz” a la violencia que ocurre no solo en
psiquiatría, sino en todo el sistema sanitario, podremos abordar este problema
como lo que es: un problema social en el que todos tenemos una capacidad de
actuación. Por último, si llamamos a las cosas por su nombre, podremos pensar
también en que lo que hacemos a veces como profesionales no es cuidar, sino
coercer, ejercer violencia sobre el otro.
He
empezado con una cita de Claude Anshin Thomas, un excombatiente que ha
reflexionado mucho sobre la violencia y sobre formas no violentas de
relacionarnos. Me gustaría terminar también con algo que le escuché decir a él
y que a mí me hizo y me hace pensar: que cuando el que tengo enfrente actúa
violentamente contra mí -por ejemplo gritándome- eso me conecta con el
sufrimiento que yo recibí, en el seno de mi familia, de mi cultura y de mi
sociedad. Es entonces cuando se me legitima para responder violentamente a mi
agresor. Pienso que si reflexionamos sobre esto de forma honesta, podremos
encontrar soluciones al problema de la violencia en los entornos sanitarios.
Referencias:
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López Corominas T. Acuerdia y las autopsicuelas. Revista de la Asociación
Española de Neuropsiquiatría. 2016;36(129):225-238.
13.
Informe del Relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles,
inhumanos o degradantes, Juan E. Méndez. Asamblea General de Naciones Unidas,
A/HRC/22/53, (1 feb 2013).
En ITA Salud Mental, precisamente la salud mental es primordial.
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