18 oct 2016

Violencias (in)visibles -parte I-, Ana Carralero en las VI Jornadas de La Revolución Delirante


Os dejamos el texto que nuestra compañera, Ana Carralero Montero, enfermera especialista en Salud Mental del CSM San Blas de Madrid, presentó el pasado día 15 de Octubre en las VI Jornadas de La Revolución Delirante.

Le agradecemos que haya compartido con nosotros este magnífico testimonio y esperamos que sea el primero de muchos otros de los que pudimos escuchar en este apasionado encuentro sobre “Coerción y Violencia en Salud Mental”.

Se recomienda encarecidamente pensar después de leer.


La parte más difícil es aceptar mi responsabilidad en la dinámica de la violencia
(Claude Anshin Thomas.)

Es un placer poder participar en estas Jornadas de la Revolución Delirante. Es la primera vez que me encuentro en un espacio profesional en el que puedo expresar libremente mi preocupación por el tema de la violencia en psiquiatría, haciéndolo desde una posición no de réplica y con el propósito de contribuir a un diálogo que genere conocimiento colectivo. Para mí es toda una novedad. Y también lo es llamarlo “violencia”; no “manejo del paciente” ni “contención” ni “defensa personal”. Porque creo que llamarlo “violencia” es el primer paso para poder dejar de ejercerla.

No es común en psiquiatría llamar a las cosas por su nombre. Lo más habitual es utilizar eufemismos o términos innecesariamente complejos que en muchas ocasiones ocultan -o justifican- la brutalidad de nuestras prácticas.

Por ejemplo, una de estas prácticas consiste en atar a la gente a la cama. Desde luego no es la única práctica de violencia que ejercemos, pero quizá sí sea la que mejor simboliza el trato inhumano y hasta dónde llegamos en el control de la conducta. El término que nos sirve para justificar esta práctica es el de “agitación psicomotriz”. Aunque intenta categorizarse como un síndrome clínico, lo cierto es que las definiciones que se proporcionan son ambiguas y poco exhaustivas. 

Por ejemplo el DSM-5 la define como una “excesiva actividad motora asociada a una sensación de tensión interna. Habitualmente la actividad no es productiva, tiene carácter repetitivo y está constituida por comportamientos como caminar velozmente, moverse nerviosamente, retorcerse las manos, manosear la vestimenta e incapacidad para permanecer sentado1”. Los instrumentos para medir “la agitación psicomotriz” tampoco arrojan mucha más luz sobre el concepto: la escala de comportamiento agitado de Corrigan2, por ejemplo, incluye ítems como “mantiene poco la atención, se distrae con facilidad, es incapaz de concentrarse”; “poco cooperador, no deja que le cuiden, exigente”; “habla rápido, alto o en exceso”. 

Puede que el término signifique algo en neurología, pero desde luego como cuadro psiquiátrico todos lo hemos podido padecer alguna vez. Puede ser cualquier cosa. Incluso los ítems que expresan un grado mayor de violencia, como “es violento o amenaza a las personas o a la propiedad”; “se hace daño o insulta”; tampoco parecen muy específicos. Solo haría falta ir a un bar una tarde de fútbol o quedarse en un atasco en Madrid para ver agitaciones por todas partes.

Pero que el término no diga absolutamente nada no significa que no tenga una utilidad para los trabajadores de la salud. En el ejemplo de la contención mecánica, justifica su uso. En muchas unidades de hospitalización encontramos la prescripción médica “si agitación psicomotriz contención mecánica”. Este tipo de prescripción “si precisa” (como se hace con otras como “ibuprofeno si dolor” o “paracetamol si fiebre”) nos dice no solo que la contención mecánica es una práctica tan frecuente que se prescribe por si acaso (a pesar de que siempre se diga que se utiliza como último recurso) sino también que se justifica por un teórico cuadro en el que los síntomas son tan patognomónicos como hablar rápido, sentir tensión interna o no poder estar sentado. Se convierte así en una forma de justificar nuestra violencia.

Por otra parte, el uso de este término resulta profundamente discriminatorio (o estigmatizador, que dicen otros) aunque a veces trate de disfrazarse precisamente de lo contrario. En una revisión sistemática realizada en 20113 las actitudes discriminatorias hacia la gente con diagnósticos psiquiátricos, que se concretaron en el deseo de distanciarse, eran  mayores cuando existía una percepción de peligrosidad e impredecibilidad, mucho más que cuando existían percepciones de atribución de responsabilidad individual (es decir, cuando se hace a las personas responsables de su condición, generalmente porque se las considera faltas de fuerza de voluntad, débiles de carácter o que llevan un estilo de vida inmoral). 

Hace unos meses acudí a una charla sobre la contención mecánica en el Ateneo de Madrid4 en la que participaba una conocida psiquiatra. Aunque ella repitió varias veces que había una diferencia clara entre agitación psicomotriz y violencia, ya que la violencia es intencional y la agitación psicomotriz no (no olvidemos que la agitación psicomotriz es un síndrome producto de la enfermedad del paciente: “el paciente no quiere hacer esto”, que decía ella), en muchas ocasiones utilizó la palabra agresividad para referirse a este supuesto cuadro psiquiátrico. Además utilizó algunas expresiones que se escuchan frecuentemente cuando se habla del “paciente agitado”, tales como: “el paciente está mal y cualquier cosa puede desencadenar un episodio de agitación”; “la conducta es muy impredecible”; “es difícil en estos pacientes saber qué va a pasar porque puede cambiar su actitud de un minuto a otro”; “puede parecer un energúmeno”; “en caso de mucho peligro hay que evitar la confrontación, salir del lugar y llamar a la policía”; “que el paciente no tenga ningún objeto peligroso, ni mecheros ni cuchillos”. ¿No transmite este discurso una idea de peligrosidad e impredecibilidad?

Por supuesto no es la única persona que sostiene esta idea. Este año se publicó un “documento de consenso”5 en el que una asociación profesional y una supuesta sociedad científica esgrimían exactamente los mismos argumentos, utilizando de forma indistinta “agitación” o “agresividad” pero diferenciando “agresividad” de “violencia” (cabe decir que esta diferencia estará muy clara para ellos, como lo está la entidad “agitación psicomotriz”, si bien no lo está para los académicos de la Real Academia de la Lengua Española). En este documento se pueden leer frases como “es recomendable colocarse fuera del espacio personal del paciente (algo más lejos del alcance de sus brazos)”, “asegurar una vía de salida” “con la puerta abierta o semiabierta”, “el profesional debe estar cercano a la puerta”. Tanto la psiquiatra como los profesionales que elaboraron el documento, señalan como posible causa de la agitación psicomotriz diversos diagnósticos psiquiátricos, entre los que no puede faltar, por supuesto, el de esquizofrenia (¿no estábamos de acuerdo ya en que vincular los diagnósticos psiquiátricos con la violencia, o sea con la agresividad, o sea con la agitación psicomotriz, era propiciar el estigma6?). Curiosamente, tanto la psiquiatra en cuestión como este “documento de consenso” insisten en que, aunque la agitación psicomotriz no es algo que voluntariamente el paciente quiera manifestar o controlar, sí puede resolverse a veces haciendo “una exhibición de fuerza (que el paciente vea personal sanitario e incluso vigilantes de seguridad dispuestos a poner en práctica la inmovilización)5”, ya que, en palabras de la psiquiatra “muchas veces el poner en marcha el dispositivo ya es disuasorio porque al final el paciente comprende que tiene un poco que ceder a ese tratamiento” (olvidé decir, aunque seguro que ustedes ya lo adivinaron, que “en ocasiones, el origen de una agitación psicomotriz está relacionado con el abandono del tratamiento previo”5),  añadiendo con una sonrisa maternal “los listos de ellos, cuando ya está todo, dicen: no, ahora me tomo la medicación”.

Todas estas cosas contravienen no solo el método científico más elemental, las recomendaciones de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud e incluso las leyes de la argumentación y la gramática más básicas. No merecerían ni mencionarlas si no fuera por una cuestión que está de fondo y que representa el verdadero peligro: la presencia de la industria farmacéutica. En este caso concreto se trata de los laboratorios Ferrer® y un producto que lanzaron al mercado hace un par de años para tratar (¿pueden creerlo?) la agitación psicomotriz. Este medicamento debe administrarse según su ficha técnica solo en entorno hospitalario y bajo supervisión de un profesional sanitario, sin embargo la psiquiatra aseguraba que “por desgracia hasta ahora solo es de uso sanitario. El único, digamos, efecto secundario o riesgo que tiene es que en aquellos pacientes que tengan alguna patología pulmonar pues hay un riesgo de broncoespasmo que se soluciona con el típico Ventolín® de siempre, o sea que no es una situación de urgencia (…) No lo podemos utilizar de momento o todavía, esperemos que en el futuro sí en el ámbito familiar” (señalar que la charla estaba dirigida principalmente a familiares de personas con diagnósticos psiquiátricos). Aunque seguro que ya lo sospechaban, Ferrer® también publica y difunde el documento de consenso del que hablaba: “Abordaje y cuidados del paciente agitado”, si bien advierte en letra pequeña que “los contenidos pueden no coincidir necesariamente con la documentación científica o ficha técnica correspondiente aprobada por las autoridades sanitarias competentes”.  El mensaje que publicita Ferrer® es el de la imagen: “es importante prevenir la progresión agitación-agresividad-violencia”; “garantizar la seguridad del paciente y del personal de enfermería”; “calmar rápidamente y de forma no invasiva”. Lo de “no invasiva” lo dicen porque el fármaco se administra de forma inhalable, no por la involuntariedad que muchas veces conlleva o la contención mecánica con la que se amenaza a los “listos” de los pacientes.

Lamentablemente Ferrer® y su apuesta por el discurso “el paciente no tiene la culpa”, “la agitación lleva a la agresividad y ésta a la violencia a no ser que la mediques”; “el paciente es imprevisible y peligroso cuando se agita, pero no es su culpa, la culpa es de la enfermedad”, también está presente en otros lugares, por ejemplo, en cursos para “atender” al “paciente agitado” incluso colaborando con instituciones universitarias como la Universidad Loyola de Andalucía en la Cátedra Loyola-Ferrer. Ya sabemos cómo funciona esto: compremos a los profesionales y generemos la ciencia que nos hace falta.

Esto es lo que me preocupa, sinceramente. Porque la idea de que la persona con diagnóstico psiquiátrico es imprevisible, que se puede poner violenta en cualquier momento, etc., socava un muro que muchas personas diagnosticadas, allegados y trabajadores nos esforzamos cada día por levantar y defender: que los diagnósticos psiquiátricos no se vinculan con violencia. Que el mayor riesgo en cuanto a la violencia en las personas con un diagnóstico psiquiátrico no es que la ejerzan, sino que la reciban. La prevalencia de violencia, sea esta física, sexual, doméstica o comunitaria, es mucho mayor hacia las personas con diagnósticos psiquiátricos que hacia las personas sin ellos. Que estas personas son más veces abusadas, violadas, golpeadas y atacadas que la población general7,8. Y por si fuese poco, esa idea discriminatoria legitima al profesional para actuar o defenderse del “paciente agitado”, mediante el uso de la violencia institucional y “por su propio bien”.

El uso de las palabras no es inocente. Creo sinceramente que una de las cosas que podemos hacer para ayudar y apoyar a las personas con las que trabajamos es utilizar un “lenguaje corriente”, que como decía Jacqui Dillon9 “es menos aterrador y empodera a la persona”. Esta forma de utilizar el lenguaje también es defendida por organizaciones científicas (pero científicas de verdad) como la Sociedad Británica de Psicología10. El lenguaje configura nuestra manera de ver el mundo, crea una realidad. Y voy a poner un ejemplo de esto, aprovechando algo que viví hace algunas semanas en el centro donde trabajo.

Estaba en mi centro participando en un grupo que facilito los miércoles, cuando escuché unos fuertes golpes fuera de la sala. Como no paraban me asomé y vi que en la administración había un hombre gritando y golpeando el cristal que (no entiendo por qué) separa a los administrativos de los usuarios en los servicios públicos de salud. Bajé las escaleras y me encontré con que varios compañeros sanitarios habían cerrado la puerta de la administración con llave, el señor gritaba al otro lado del cristal y los trabajadores trataban de tranquilizarle desde el otro lado. El documento de consenso del que venimos hablando advierte explícitamente que “hay que evitar actitudes de confianza o abordar por la espalda”, pero como soy una temeraria (o como no lo he leído bien, que es de lo que me acusaron sus autores), me acerqué por la espalda al señor y le pregunté su nombre. Me explicó que el día anterior no había podido contactar con el centro, había llamado cuarenta veces (me aseguró que tenía las llamadas grabadas en el teléfono) sin respuesta (tengo que decir en defensa de mis compañeros que por diferentes circunstancias llevan varios meses trabajando con un 50% o incluso un 75% menos del personal contratado para la administración). Una vez llegó al centro, llamó desde su teléfono y observó cómo mis compañeras de administración no atendían la llamada. Y se enfadó. Se enfadó mucho.  En otro acto de temeridad manifiesta y desoyendo todas las recomendaciones financiadas por Ferrer®,  le miré fijamente a los ojos. Después de un par de minutos de conversación, el señor se tranquilizó, mis compañeros abrieron la puerta y yo volví a mi grupo. Al día siguiente un compañero explicó el incidente diciendo que “un paciente se había agitado en la administración y casi nos abre la cabeza”. Y lo dijo con total convencimiento. Escuché una vez a este compañero decir una frase que todavía recuerdo “cuando no te funciona el neurotransmisor, no hay psicoterapia que valga”.

Pongo este ejemplo no solo para ilustrar que nuestra forma de ver al paciente configura la realidad que percibimos, sino también para subrayar otro peligro que hay en el uso del término “agitación psicomotriz” y que puede extraerse en los estudios que hablan de las “conductas agitadas” o del “paciente agitado”: el aislamiento de la conducta de una persona del entorno en el que se produce. En muchos estudios sobre la epidemiología de las conductas agitadas o agresivas, suelen manejarse variables como diagnóstico, síntomas, historia previa de conductas agitadas, consumo de drogas, etc11., pero pocas veces se manejan variables como número y características personales de los trabajadores, características del servicio, tiempo de espera, voluntariedad/involuntariedad de la demanda, información del procedimiento, etc. Si se considera que la agitación o la agresividad o como quiera que lo llamemos es producida por el diagnóstico del paciente, dejamos de preguntarnos más, o como decía Tomás López Corominas12 “mientras diagnosticar de enfermo mental a quien hace algo incomprensible sirva de explicación nunca nada podrá ser explicado”.

En mi opinión, debemos dejar de llamar “agitación psicomotriz” al nerviosismo, la inquietud, el enfado o incluso a la agresividad del paciente con un problema de salud mental, como tenemos que dejar de llamar “cuidado” o “terapéutico” a la violencia ejercida contra él (aunque esto último no es mi opinión, sino de la Asamblea General de Naciones Unidas13 , que dice que las intervenciones médicas forzosas suelen justificarse erróneamente alegando teorías de necesidad terapéutica contrarias a la Convención de Derechos de Personas con Discapacidad). Quizá si utilizamos palabras más humanas, podremos dejar de ver al paciente como un animal, dejar de decir cosas como “los animales se defienden de alguna forma así cuando tienen miedo”4, “la aproximación debe hacerse de lado, pero dentro del campo visual del paciente”5, “no distanciarse en exceso ni mirarle fijamente”5, “si mostramos miedo el otro se crece”4; o dejar de atarle con correas. Si el incidente de mi centro hubiera ocurrido en una tienda, nadie hubiera hablado de paciente agitado. Y que lo llamemos por su nombre no implica culpar al paciente o a su diagnóstico de nada, ni discriminar al paciente, claro que no. La violencia no solo ocurre en los servicios de psiquiatría. Ocurre principalmente en urgencias y ocurre mucho en atención primaria. Hemos repetido hasta la saciedad y tenemos las estadísticas de nuestro lado, que las personas con diagnósticos psiquiátricos son menos violentas que la población general. Y nosotros sí nos lo creemos (sin añadir a pie de página un supuesto cuadro psiquiátrico que acusa a las personas con determinados diagnósticos de poder ponerse agresivas en cualquier momento, eso sí, sin intención).

Si dejamos de llamar “agitación psicomotriz” a la violencia que ocurre no solo en psiquiatría, sino en todo el sistema sanitario, podremos abordar este problema como lo que es: un problema social en el que todos tenemos una capacidad de actuación. Por último, si llamamos a las cosas por su nombre, podremos pensar también en que lo que hacemos a veces como profesionales no es cuidar, sino coercer, ejercer violencia sobre el otro.

He empezado con una cita de Claude Anshin Thomas, un excombatiente que ha reflexionado mucho sobre la violencia y sobre formas no violentas de relacionarnos. Me gustaría terminar también con algo que le escuché decir a él y que a mí me hizo y me hace pensar: que cuando el que tengo enfrente actúa violentamente contra mí -por ejemplo gritándome- eso me conecta con el sufrimiento que yo recibí, en el seno de mi familia, de mi cultura y de mi sociedad. Es entonces cuando se me legitima para responder violentamente a mi agresor. Pienso que si reflexionamos sobre esto de forma honesta, podremos encontrar soluciones al problema de la violencia en los entornos sanitarios.


Referencias:


1. American Psychiatric Association. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5). 5ªed. Madrid: Médica Panamericana; 2014.
2. Corrigan JD. Development of a scale for assessment of agitation following traumatic brain injury. J Clin Exp Neuropsychol. 1989;11(2):261-277.
3. Angermeyer MC, Holzinger A, Carta MG, Schomerus G. Biogenetic explanations and public acceptance of mental illness: a systematic review of population studies. Br J Psychiatry. 2011;199(5):367-372.
4. Díaz Marsá M. Contexto histórico y situación actual de la contención mecánica. 22 febrero 2016; Madrid.
5. Asociación Nacional de Enfermería de Salud Mental, Sociedad Española de Enfermería de Urgencias y Emergencias. Abordaje y cuidados del paciente agitado. Documento de consenso. Barcelona: Medical Dosplus; 2016 [citado 13 octubre 2016]. Disponible en: http://www.anesm.org/wp-content/uploads/2016/01/Documento-de-consenso-ANESM_SEEUE-paciente-agitado.pdf
6. Canadian Mental Health Association. Violence and Mental Health: Unpacking a Complex Issue [Internet]. Ontario: Canadian Mental Health Association; 2011 [citado 13 octubre 2016]. Disponible en: http://ontario.cmha.ca/public_policy/violence-and-mental-health-unpacking-a-complex-issue/#.V__P6OWLTIU
7. Oram S, Trevillion K, Feder G, Howard LM. Prevalence of experiences of domestic violence among psychiatric patients: systematic review. Br J Psychiatry. 2013;202:94-99.
8. Khalifeh H, Johnson S, Howard LM, Borschmann R, Osborn D, Dean K, et al. Violent and non-violent crime against adults with severe mental illness. Br J Psychiatry. 2015;206:275-282.
9. Entrevoces.org [Internet]. Madrid: Entrevoces; 8 octubre 2015 [citado 13 octubre 2016]. Entrevista a Jacqui Dillon, Vídeo. Disponible en: https://entrevoces.org/es_ES/entrevista-a-jacqui-dillon-video/
10. Division of Clinical Psychology. Guidelines on Language in Relation to Functional Psychiatric Diagnosis. Leicester: The British Psychological Society; 2015.
11. George C, Jacob TR, Kumar AV. Pattern and correlates of agitation in an acute psychiatry in-patient setting in a teaching hospital. Asian J Psychiatr. 2016;19:68-72.
12. López Corominas T. Acuerdia y las autopsicuelas. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría. 2016;36(129):225-238.
13. Informe del Relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, Juan E. Méndez. Asamblea General de Naciones Unidas, A/HRC/22/53, (1 feb 2013).

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