No se sabe bien si, debido a la ignorancia o a la comodidad, en mi campo profesional se usa cada vez más esa bagatela conceptual que llamamos ‘conciencia de enfermedad’. Con altiva suficiencia cuestionamos una y otra vez si ha nacido o no esa forma de ‘sabiduría’ en quienes han desviado la razón de su cauce convencional, y diferenciamos el estado de las personas que nos consultan según tengan o no lo que entendemos como un conocimiento venturoso de sí mismos.
Más allá de sus excesos, este uso es bastante desconcertante. Primero, porque nos impone la idea de que los problemas mentales quedan circunscritos al criterio de enfermedad, que rige con solvencia en el campo de las dolencias somáticas pero que, se diga lo que se diga, se adapta mal a la vida psíquica. En segundo lugar, porque nos enfrentamos directamente con unos supuestos enfermos que no reconocen que lo están, lo que nos obliga a considerar si no seremos nosotros los equivocados cuando queremos corregirles haciendo que pasen por las horcas caudinas de nuestros frágiles conceptos. Reducir su modo de ser a una enfermedad parece más bien un exceso por nuestra parte del que nos deberíamos curar cuanto antes, no sea que perdamos la conciencia de nuestros males antes que ellos. Por último, también es inquietante que nuestro proceder descanse en pedir a los alienados que se declaren enfermos como primer paso para sentirse curados. En realidad, según la opinión de un compañero en relación a este equívoco planteamiento, la solicitud que se le hace al psicótico no es, en el fondo, más que la exigencia de que se identifique como tal para que se someta a nuestro pensamiento y pueda ser, de este modo, aniquilado como sujeto. A la postre, el procedimiento descubre que a menudo los psiquiatras confundimos curar con lo que sólo es sojuzgar.
Como se ve, no queda claro si lo que está en juego es que el loco recupere la razón, es decir, que asimile nuestra manera de razonar, pues la suya no la pierde nunca, o bien que el poder del psiquiatra quede a salvo gracias a la humillación que infringimos al loco imponiendo nuestro criterio. Sea como fuere, es sorprendente lo que el cuestionamiento de una simple frase, aparentemente anodina y cargada de sentido común, puede desencadenar en la práctica psiquiátrica y, sobre todo, en nuestra ideología. Pero es que llega a ser vergonzoso que se reúna a los pacientes para que se reconozcan enfermos y adoctrinarlos de paso en la necesidad de seguir a rajatabla nuestras dudosas estrategias de tratamiento.
Más allá de sus excesos, este uso es bastante desconcertante. Primero, porque nos impone la idea de que los problemas mentales quedan circunscritos al criterio de enfermedad, que rige con solvencia en el campo de las dolencias somáticas pero que, se diga lo que se diga, se adapta mal a la vida psíquica. En segundo lugar, porque nos enfrentamos directamente con unos supuestos enfermos que no reconocen que lo están, lo que nos obliga a considerar si no seremos nosotros los equivocados cuando queremos corregirles haciendo que pasen por las horcas caudinas de nuestros frágiles conceptos. Reducir su modo de ser a una enfermedad parece más bien un exceso por nuestra parte del que nos deberíamos curar cuanto antes, no sea que perdamos la conciencia de nuestros males antes que ellos. Por último, también es inquietante que nuestro proceder descanse en pedir a los alienados que se declaren enfermos como primer paso para sentirse curados. En realidad, según la opinión de un compañero en relación a este equívoco planteamiento, la solicitud que se le hace al psicótico no es, en el fondo, más que la exigencia de que se identifique como tal para que se someta a nuestro pensamiento y pueda ser, de este modo, aniquilado como sujeto. A la postre, el procedimiento descubre que a menudo los psiquiatras confundimos curar con lo que sólo es sojuzgar.
Como se ve, no queda claro si lo que está en juego es que el loco recupere la razón, es decir, que asimile nuestra manera de razonar, pues la suya no la pierde nunca, o bien que el poder del psiquiatra quede a salvo gracias a la humillación que infringimos al loco imponiendo nuestro criterio. Sea como fuere, es sorprendente lo que el cuestionamiento de una simple frase, aparentemente anodina y cargada de sentido común, puede desencadenar en la práctica psiquiátrica y, sobre todo, en nuestra ideología. Pero es que llega a ser vergonzoso que se reúna a los pacientes para que se reconozcan enfermos y adoctrinarlos de paso en la necesidad de seguir a rajatabla nuestras dudosas estrategias de tratamiento.
Es cierto que reconocer los errores puede llegar a ser el primer paso para corregirlos, pero dudo que la categoría de error pueda abarcar y reducir la digna energía de muchos delirios. En todo caso, parece más sano decirle a alguien que está equivocado antes que tacharle sibilinamente de enfermo.
Muy poetico, pero falso...
ResponderEliminarEs tan absurdo tratar a los enfermos mentales de locos como negar que tienen un problema. Los delirios de un psicótico pueden ser muy atractivos para el terapeuta, pero acostumbran a ser un infierno para el que los vive en su propia piel. Y precisamente esa "consciencia de enfermadad" es la clave para que nos den una oportunidad de intentar aligerar ese sufrimiento...
Ana (proyecto de psiquiatra y paciente).
Pues tal como yo lo veo el señor Colina deja bien claro lo que usted dice, o sea, que nada nuevo, a no ser claro está que usted abogue por los psicofármacos, que sí, ayudan; pero sin la clara voluntad del afectado lo único que hacen es prolongar la "demencia" hasta anular la personalidad (once años en tratamiento, yo)
EliminarNo estoy de acuerdo, Ana. Yo creo que la conciencia de enfermedad no es más que uno de los instrumentos mediante los que el clínico pretende situarse por encima del sobre el psicótico y, sobre todo, protegerse de él. Ese empeño por el "diagnóstico asumido", e incluso la orientación de toda una terapéutica hacia ese objetivo, demuestra el origen de nuestra práctica como estrategia de poder sobre el loco.
ResponderEliminarNo olvidemos que el diagnóstico, la "enfermedad", el "trastorno", pertenecen a nuestro lenguaje, no al del delirante. Dirigirlo hacia ese vocabulario sí que es, en mi opinión, dejar de respetarle.
María, inconformista y psiquiatra.
Someterse al discurso biomédico puede resultar un alivio o puede que se viva como un doble infierno que se suma al de los delirios. La raíz del problema residiría en cuanta responsabilidad está dispuesto a asumir el paciente sobre lo que le atormenta (ya tenga éste una raíz social, familiar, de consumos, etcétera). Para muchas personas es un consuelo pensar que lo que les ocurre no es culpa de nadie, ni responsabilidad de otra cosa que no sea los caprichos y debaneos de unos traviesos neurotransmisores. Para mi (loco como soy -y con papeles) prefiero que se me acepte con mis diferencias y mi subjetividad, en algunos momentos (pocos, muy pocos) algo extravagante, del mismo modo que yo respeto a los demás y a los otros. Y ojo, que respetar no implica no criticar o ser criticado, benditas críticas cuando son acertadas en el fondo y en la forma. Por tanto... ¿Por que me han de llamar enfermo si sólo ejerzo como tal un 4% de mi vida?
ResponderEliminarRaúl Velasco.
Escritor, periodista y nikosiano.
Conciencia de enfermedad = falsa conciencia (Lukacs)
ResponderEliminarNo hay más locura que la que se diagnostica.
Si no hay psiquiatría, no hay locura.
¿El problema es "del sujeto"?
Yo conozco un demente más feliz que muchos cuerdos; y si medicar, que conste. Ese demente (certificado) soy yo.
ResponderEliminarGracias, relaciones horizontales y salud mental...
ResponderEliminarültimamente he estado pensando en esto, en que, a veces, usamos lenguajes que son inaccesibles a los demás, con lo que marcamos 2 niveles. Unos saben y otros no.
Para mi un proceso más horizontal es aquél en el que yo puedo integrar las "etiquetas" que me describen, sobretodo si me vienen de fuera.
Con los esquemas psicológicosque hay en la sociedad y en algunos profesionales, ¿como voy a adueñarme de ciertas etiquetas que se suelen usar?
Raúl, me ha gustado mucho tu aportación. Para mi se trataría, en general, de poder adueñarme de mi proceso, ya sea si quiero ceder a veces, o no. Supongo que querer ceder o no es personal según las necesidades. A veces es un alivio, a veces añadir más confusión.
A veces voy al dermatólogo y me atormenta que vea mi piel como algo plano sin relación con mi cuerpo, que me hable con palabras técnicas como si yo no estuviera delante. Otras veces, con angustia, he agradecido que pusiera un nombre ajeno a mi malestar, cederle ese poder, dejarme "en sus manos". La pena es que algun@s profesionales tengan una forma de ejercer la autoridad y la protección muy dura.