Corre
la voz, en algunos medios de comunicación, de la existencia de miles de
personas sin diagnóstico psiquiátrico. Lo que no aclara la noticia es si hay
que lamentarlo o celebrarlo. Para unos, es un defecto que debe de ser cuanto
antes subsanado. Para otros, al contrario, ese aparente descuido o retraso lo consideran un progreso en la asistencia y el conocimiento
de los problemas mentales. Hasta este punto divergen las opiniones propias de
nuestra disciplina, tan lejanas unas de otras como lo están, sin ir más lejos, en
el campo de la economía, la política o la metodología de la historia. Todas
ellas ciencias humanas y hermanas. Más próximas al saber psiquiátrico que
cualquiera de las llamadas ciencias exactas.
El
diagnóstico no beneficia a nadie. O sólo a unos pocos, por no extralimitarme.
Esto conviene saberlo. No beneficia ni a los diagnosticados ni a los diagnosticadores.
El afán de diagnosticar enfermedades psíquicas no es un propósito que mejore la
salud de la población, prevenga los sufrimientos humanos o mejore la higiene
mental. Nada de eso. O así me lo parece ahora, en el momento de escribir esta
crónica manicomial tan escueta y comprometida. Y no creo que vaya a cambiar de
opinión a corto plazo, ni tras recibir las críticas merecidas por sostener esta
afirmación intempestiva, al alcance, eso sí, de cualquier hombre sensato.
La
condición de no-diagnosticado es un derecho democrático que empieza a
convertirse en el simple privilegio de haber pasado desapercibido, es decir,
indetectable ante la leva de enfermos mentales puesta en marcha por las fuerzas
terapéuticas de la sociedad. Los enfermos son reclutados no para llevarles a
ninguna guerra, sino movilizados por la Sanidad para registrarlos y proveerlos
de una identidad suplementaria: bipolar, psicótico, esquizoide, trastorno de
personalidad, etc.
En
una disciplina como la nuestra, donde a cualquier profesional al que se le pregunta
qué es la esquizofrenia lo primero que hace es empezar a balbucear, lo más
sensato es evitar el diagnóstico como sea y limitarnos a llamar a la gente por
su nombre, identificar su sufrimiento hasta donde podamos y tratar de prestarle
los apoyos que nos parezcan más necesarios. Liberar a los seres humanos de la
reclusión estigmatizadora del diagnóstico es hoy tan importante como lo fue
hace cuatro décadas librarlos del encierro del manicomio. Las célebres cadenas
de las que rescató Pinel –padre de la psiquiatría– a los locos, en un gesto
inaugural, hoy son eslabones simbólicos, esto es, nombres, discursos,
apellidos, signos, teorías y tropos.
El diagnóstico es innecesario y
contraproducente. La campaña de fichar y diagnosticar, como la de poner motes,
es una de esas políticas del miedo a las que nos están acostumbrando. Junto al
terrorismo de las finanzas, hay otro terrorismo nominal que ha prendido en
nuestras filas bajo el lema de que todos los diagnósticos son pocos.
Fernando Colina
Crónica del manicomio
Diario El Norte de Castilla
Sábado, 27 de Febrero de 2016
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