16 mar 2012

POST SCRIPTUM, por David Nebreda


La autoridad de los evangelios apócrifos enuncia claramente: «Primero dime tú qué es Alfa, y yo te diré qué es Beta. Al enfadarse, el maestro le golpeó e inmediatamente cayó muerto». Esta declaración establece la distancia definitiva frente al testigo inútil. Cualquier respuesta sería humillante, una vez limitada a la naturaleza del principio –a la naturaleza de nuestra primera persona como un hecho violento–, a un acto normativo. Pero no sabemos si el espacio excesivo entre las letras nos obligará a preguntarnos constantemente: «¿Es así? ¿Se hace así?» Nunca hemos tenido claro conocimiento de los límites entre la alucinación y la experiencia delirante, la naturaleza del pensamiento fragmentado donde las preguntas tales como las de la verdad, de la responsabilidad o de la coexistencia con extraños nos conducen directamente al problema del origen, de la definición. Por esta razón, tenemos que recurrir a las primeras palabras de nuestra cultura y de nuestra propia inteligencia. Todas son discretas, todas representan un riesgo y todas nos atraviesan como el último  reducto del acto y del pensamiento reales, del lenguaje real, de las visiones, sacrificios y tributos reales. La Ananké-oportet nos traspasa y, con el tiempo, en nuestro interior, nuestro nombre comienza a escribirse por sí mismo.

Creemos que el diálogo entre iguales no es necesario, pues la certeza ofrece mejores garantías que la simpatía. Hay algo valioso en la violencia muda, y podemos preguntarnos si la generosidad de ésta hacia los demás es legítima. Nos movemos por  este terreno, con correspondencias entre imagen y desaparición – o recreación –, entre imagen y muerte. Existe una posibilidad de convertir el sacrificio del nacimiento en sacrificio de una inercia histórica, siendo tanto el uno como el otro sinónimos de violencia. Ambos se manifiestan a través de nuestra supervivencia, aquella que nos hemos impuesto, y ambos deberían poder servirnos para transformar el tiempo personal en tiempo histórico. Pero si cambiamos el «es» por «debe ser» o por «casi es», tenemos que aceptar la lucha contra lo extraño que se ha vuelto nuestro cerebro. Renunciamos al hombre y, sobre nuestro enemigo, renovamos los saludos por el tiempo que no veremos. Si, frente al éxtasis imposible de nuestro cuerpo sucio, sólo nos queda la violencia (o la obligación,  que es una aberración inútil para el otro) y si, frente a la suplantación del otro sólo queda el desprecio, el sol-parábola de la destrucción se presenta como parábola de la vida eterna. Pero los mismos términos que nos definen a todos, como los de odio, de fertilidad o de vida eterna, nos delimitan también a todos. La Alfa quema, nos quema la frente; destruye la realidad, pero nos da las condiciones del nombre. Por esto, no podemos más que invertir los términos de la relación y asumir la coherencia de nuestra propia destrucción. Esto ha sido siempre así. Únicamente por la disciplina de la esencia y de la destrucción, por el análisis de nuestra propia negación, la soberbia se convirtió en condición de fuerza y ésta en letra. Por el acto probado pronunciamos la Beta, y no descubrimos, en la justicia de nuestra comunión solitaria y tranquila, en el murmullo del derrumbe, nada más que condiciones para vivir un poco menos, un poco más.

Existe una relación entre la terrible sentencia de Heráclito, que impone el orden al sol, y la obsesión de mi padre – otro demente – por apagar el fuego solar, los reflejos del sol en el suelo de la habitación, con cubos de agua. Existe una relación entre los últimos momentos del caos original y el oráculo definitivo de mi padre, cuando pregunta a la pared en voz baja: «¿Cuánto tiempo queda aún para hacer algo?». Existe una relación entre el esfuerzo para evitar el estupor de todas las conjunciones verbales y el acto mágico de voluntad gracias al que decimos: «Que sea».

Traducción del texto en francés incluido en Sur David Nebreda (2001, Léo Scheer)
Foto: David Nebreda

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