La autoridad de
los evangelios apócrifos enuncia claramente: «Primero dime tú qué es Alfa, y yo te diré qué es Beta. Al enfadarse, el
maestro le golpeó e inmediatamente cayó muerto». Esta declaración establece
la distancia definitiva frente al testigo inútil. Cualquier respuesta sería humillante,
una vez limitada a la naturaleza del principio –a la naturaleza de nuestra
primera persona como un hecho violento–, a un acto normativo. Pero no sabemos
si el espacio excesivo entre las letras nos obligará a preguntarnos constantemente:
«¿Es así? ¿Se hace así?» Nunca hemos tenido claro conocimiento de los límites
entre la alucinación y la experiencia delirante, la naturaleza del pensamiento
fragmentado donde las preguntas tales como las de la verdad, de la
responsabilidad o de la coexistencia con extraños nos conducen directamente al
problema del origen, de la definición. Por esta razón, tenemos que recurrir a
las primeras palabras de nuestra cultura y de nuestra propia inteligencia.
Todas son discretas, todas representan un riesgo y todas nos atraviesan como el
último reducto del acto y del
pensamiento reales, del lenguaje real, de las visiones, sacrificios y tributos
reales. La Ananké-oportet nos
traspasa y, con el tiempo, en nuestro interior, nuestro nombre comienza a
escribirse por sí mismo.
Creemos que el
diálogo entre iguales no es necesario, pues la certeza ofrece mejores garantías
que la simpatía. Hay algo valioso en la violencia muda, y podemos preguntarnos
si la generosidad de ésta hacia los demás es legítima. Nos movemos por este terreno, con correspondencias entre
imagen y desaparición – o recreación –, entre imagen y muerte. Existe una
posibilidad de convertir el sacrificio del nacimiento en sacrificio de una inercia
histórica, siendo tanto el uno como el otro sinónimos de violencia. Ambos se
manifiestan a través de nuestra supervivencia, aquella que nos hemos impuesto,
y ambos deberían poder servirnos para transformar el tiempo personal en tiempo
histórico. Pero si cambiamos el «es» por «debe ser» o por «casi es», tenemos
que aceptar la lucha contra lo extraño que se ha vuelto nuestro cerebro.
Renunciamos al hombre y, sobre nuestro enemigo, renovamos los saludos por el
tiempo que no veremos. Si, frente al éxtasis imposible de nuestro cuerpo sucio,
sólo nos queda la violencia (o la obligación, que es una aberración inútil para el otro) y
si, frente a la suplantación del otro sólo queda el desprecio, el sol-parábola
de la destrucción se presenta como parábola de la vida eterna. Pero los mismos
términos que nos definen a todos, como los de odio, de fertilidad o de vida
eterna, nos delimitan también a todos. La Alfa
quema, nos quema la frente; destruye la realidad, pero nos da las
condiciones del nombre. Por esto, no podemos más que invertir los términos de
la relación y asumir la coherencia de nuestra propia destrucción. Esto ha sido
siempre así. Únicamente por la disciplina de la esencia y de la destrucción,
por el análisis de nuestra propia negación, la soberbia se convirtió en
condición de fuerza y ésta en letra. Por el acto probado pronunciamos la Beta, y no descubrimos, en la justicia de
nuestra comunión solitaria y tranquila, en el murmullo del derrumbe, nada más
que condiciones para vivir un poco menos, un poco más.
Existe una
relación entre la terrible sentencia de Heráclito, que impone el orden al sol,
y la obsesión de mi padre – otro demente – por apagar el fuego solar, los
reflejos del sol en el suelo de la habitación, con cubos de agua. Existe una
relación entre los últimos momentos del caos original y el oráculo definitivo
de mi padre, cuando pregunta a la pared en voz baja: «¿Cuánto tiempo queda aún
para hacer algo?». Existe una
relación entre el esfuerzo para evitar el estupor de todas las conjunciones
verbales y el acto mágico de voluntad gracias al que decimos: «Que sea».
Traducción del texto en francés incluido en Sur David Nebreda (2001, Léo Scheer)
Foto: David Nebreda
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