16 may 2020

Crónica del manicomio – Miedo o melancolía



Alguien ha calificado de melancólicas las calles vacías durante el mes de abril. No estoy muy de acuerdo. Aunque lógicamente en esta valoración juega lo que cada uno entienda por melancolía y su particular sensibilidad al respecto.
Yo, por mi cuenta, a la melancolía siempre le pongo una miaja de ruina y una brizna de antigüedad. Y esos días las calles desiertas de Valladolid no tenían nada de eso. Estaban totalmente presentes y cargadas de realidad. Sólo tenían extrañeza, soledad y una inexplicable detención del tiempo que daba miedo. Pasear por ellas era como nadar en altamar.
Para resaltar la diferencia lo puedo comparar con una imagen plenamente melancólica de la ciudad. Por ejemplo, con la curiosidad de oír desde los barrios el pitido del tren a lo lejos, tal y como sucedía hace bastantes años. Se escuchaba los días de lluvia, cuando soplaba aire del Sur. Paseabas por la Plaza Mayor y de repente sonaba con toda claridad el largo lamento de una locomotora de vapor o la disnea agobiante de una máquina a punto de arrancar. Anunciaban que alguien llegaba o se marchaba en la Estación del Norte, siguiendo esa huella inquietante de infinito que dibujan los raíles en el suelo. Un silbido triste, pero cargado de ilusión o añoranza, te sorprendía junto a las tiendas y los portales del centro. Va a llover, te anunciaba enseguida algún peatón experto. Pues el mundo está lleno de sabios que conocen todo con antelación suficiente.
La melancolía es un acompañante fiel pero el miedo es mal compañero y peor consejero. Todos los vicios y desmanes de las personas provienen del miedo. Con miedo, el otro es una amenaza que nos escruta y nos dedica su escarnio en cada momento. Ante el miedo los amigos no son un bien natural sino una suerte de recluta social para defendernos. Las calles de abril eran calles de miedo. No se veía a nadie, pero se sabía que algunos habitantes estaban ocultos y te observaban al pasar, como cuando llegas a un poblacho solitario de Castilla y observas que los visillos de las ventanas se mueven en silencio. Nadie te podía ayudar, en el supuesto de que lo echaras de menos o lo llegaras incluso a implorar. 
En el libro de Jean Delemeau sobre ‘El miedo en Occidente’, se habla del miedo al hereje, a Satán, al Anticristo, al Juicio Final, pero también y en lugar destacado se nombra la peste, la epidemia periódica y reincidente. Y aquí la tenemos entre nosotros, pero ahora con carácter universal: se acerca por Oriente, por Occidente, con el austro o con el viento septentrional. Por donde quiera que mires puede llegar. Su amenaza, además, tiene algo particular, como lo es que su peligro no se centre en alguien concreto sino que se extiende a cualquiera que se acerque. Hasta los amigos nos pueden enfermar. Todos somos hipotéticos contagiosos, caminantes ataviados con una mascarilla que quita el miedo tanto como lo da.


Fernando Colina
Norte de Castilla
15.5.20

9 may 2020

Crónica del manicomio – El cascabel




La suspensión de las competiciones deportivas, con motivo del intrépido virus-2020, ha impulsado como sustituto un juego general en el que participan miles de compatriotas con un entusiasmo adolescente. El juego se llama ‘Ponle el cascabel al gato’ y arrasa en las redes sociales, en los medios y en la poca calle que disfrutamos.
En esta época de video-juegos frenéticos hemos descubierto, según creo, un sustituto perfecto. Un juego que tiene los mismos alicientes de entretenimiento pero que se practica en espacio real y tiempo concreto. Consiste en aprovechar la incertidumbre sobre la maldad, la resistencia y el alcance de ese semianimal que nos infecta, para sacar pecho y convertirnos cada uno en una suerte de intendente general que subordina al resto. Cada cual se cree con el derecho a vocear y proponer sin vuelta de hoja la solución idónea para evitar la propagación de la enfermedad y la ruina consecuente. Sin embargo, este proceder no cursa de modo directo, sino que sigue la conocida estrategia del tobogán. Se anuncia a grandes gritos, se concreta luego con más peros y reparos de los que cabía esperar, y finalmente se delega su aplicación para que sea otro quien corra el peligro de acercarse al michino y ponerle el cascabel en su lugar. 
En este juego gatuno todo el mundo sabe lo que hay que hacer y todos corrigen airadamente al que ordena y lleva el mando, pero curiosamente, a la hora de la verdad, todos obedecen, olvidan el griterío inicial y corren a cumplir lo que se les dice. Incluso se quejan de que haya incumplidores que, guiados por el aluvión de dudas y críticas que han esparcido, les hayan creído por demás. 
Me dicen que en otros países este juego felino está prohibido o sencillamente no distrae ni despierta ningún atractivo. No creo mucho en estas diferencias nacionales. La presunción de que hacemos gala no me parece una cuestión mediterránea, latina o peninsular, sino un reflejo de la más universal de las realidades humanas: la tontería y la vanidad.
En medio de este juego, hay quien avanza que la pandemia es una buena ocasión para cambiar las cosas y retornar a un viejo ideal. Podemos darlo por bueno, como sucede con cualquier fantasía inesperada, pero para creer en esta posibilidad necesitamos ver que se aborda ya con otros argumentos, otros gestos y hasta otras caras. Y de momento vemos la misma actitud, los mismos nervios y semejante codicia. La medicina antigua valoraba la crisis de un enfermo como una bifurcación donde se elegía el camino de la muerte o el premio de la curación. Las crisis no eran malas en sí mismas. Algunas ayudaban a corregir y a mejorar los defectos. De momento, para orientarnos sobre el resultado final de la nuestra, sólo disponemos del video-juego referido y, salpicado de cuando en cuando, algún ejemplo extraordinario de sensatez y valor.


Fernando Colina
Norte de Castilla
8.5.20




5 may 2020

Crónica del manicomio – La proximidad



Sucede a veces que, de improviso, algunas palabras corrientes adquieren un protagonismo especial. La de ‘proximidad’ en estos momentos se impone, nos rodea y nos proporciona en su interior una suerte de confinamiento verbal. Desde hace varias semanas todo trascurre en proximidad. 
En este ambiente de estrecha cercanía muchos se encuentran como pez en el agua, y disfrutan teniendo a la gente cerca y yendo por la vida en grupo para combatir la amenaza siempre presente de soledad. Otros, en cambio, viven horrorizados bajo la presión y el peligro de sentir a los próximos tan cerca de continuo, como si, bastante antes que lo pueda hacer el virus anóxico, ya les faltara el aire para respirar. Algunos, incluso, seguro que sueñan con infectarse para por fin escapar de casa y cambiar de aires, aunque sea bajo el oxígeno de un hospital. Hasta ese punto lo exige su agobio y ese pellizco autodestructivo que todos guardamos en la faltriquera mental.
La función de proximidad va a ser un parámetro importante en el registro de la convivencia futura. De momento, divide a la gente con un criterio inédito. Unos, los llamados convivientes –palabra también rescatada del desuso–, viven con derecho a contacto y a una métrica corta y epidérmica. El resto, los sinvivientes –palabra desconocida, pero por otra parte exacta–, permanecen a uno o dos metros de distancia. Las consecuencias de este espaciamiento bimétrico, en caso de que se prolongue mucho, no sólo está llamado a modificar nuestros hábitos sociales sino que se proyectará también en la intimidad, en el corazón de cada uno. En el libro de la vida la piel es nuestra página principal, y sin que los demás la tienten será difícil incluirlos en nuestra novela personal. Sin tacto no hay escritura, pues nadie escribe sobre nosotros, y sin escritura no hay intimidad real. Sin tacto no hay amor, suscribieron los antiguos. Qué hayan de ser los amigos a uno o dos metros, eso está por ver. No hay precedentes en que nos podamos apoyar. 
Si el nuevo juego de proximidad y distancia ha de tener importancia en el trato con las gentes, también tendrá su reflejo en nuestra relación con la realidad. Las grandes distancias puede que queden reducidas a la realidad virtual, y las cortas a la realidad material. La globalización se desarrollará probablemente con instrumentos digitales, algoritmos y visión empantallada, mientras que los desplazamientos físicos de los individuos, sea por ocio, por trabajo o por simple capricho, lo harán bajo un criterio de proximidad. La movilidad será más contenida y escasa. Volverá a ser absurdo coger el avión para ir a todas partes o dar la vuelta al mundo confinados en el casco de un navío. Amigos de proximidad, comercio de proximidad, viajes de proximidad. Esta es la cantinela que ya nos empiezan a facturar y que pronto despertará nuestras ansias de tener y comprar.

Fernando Colina 
Norte de Castilla
                                                                                                                            1.5.20