30 oct 2016

Sobre la negación de la subjetividad en la "clínica" actual - Soraya González Rábago en la VIRD



Soraya González Rábago es PIR de cuarto año en la Unidad de Gestión Clínica de Psiquiatría de Cádiz.
Participó en las VI Jornadas de La Revolución Delirante con el siguiente texto, que tiene la gentileza de compartir con todos nosotros una vez más.
A por ello.





ALGO PARECIDO A CUESTIONAR

        Establecer de serie como legítimo, válido, sano, adaptativo, normal... lo que guarda determinadas formas o reúne determinadas condiciones objetivas, formales, observacionales, conductuales.... Y por contra, cuestionar o poner en duda la validez de otras variantes sólo por el hecho de se alejen de esos criterios formales, me parece una forma de violencia. ¿No se sienten los sujetos violentados al ser mirados, señalados, interrogados sobre la validez de sus posiciones subjetivas sólo por el hecho de que éstas no sean compatibles con las marcas externas y objetivas que define el cientificismo o la curva de Gauss?. ¿No tendrá más sentido entender los fenómenos humanos en función del contenido subjetivo, del sentido, de la función a la que sirven y a partir de ahí valorar, si es que es necesaria una valoración, la contribución que hacen al bienestar o malestar del sujeto y del colectivo del que forma parte?

            El cientificismo actual progresa sustrayendo el factor sujeto; dejando al sujeto excluido por método. Se parte de algún dato extraído de un campo reducido de análisis mensurable y se extiende a la totalidad de la vida. Este salto reduccionista no sólo no tiene base científica sino que está al servicio de cierto ejercicio de poder y responde muchas veces a intereses económicos y políticos.  Los datos con los que puede manejarse el método científico, sólo pueden ser aplicables a las neurociencias y la conducta visible. Pero, ¿qué dicen esos datos de cada sujeto? Poco o nada, pues el inconsciente, el deseo, la función del síntoma no se dejan atrapar por fórmulas matemáticas universales. No quiero dar una idea generalizada de desprecio a la ciencia como tal,  pues su utilidad es base del conocimiento, pero sí critico su posición absolutista, no pudiendo dejar de subrayar aquello que queda por fuera de su campo.
            El profesional de la salud mental no puede resignarse con pensar el trastorno mental sólo como una enfermedad del cerebro o una desviación de la conducta. Sin duda que los avances en neurociencias, así como la observación de la conducta son imprescindibles, pero dejan fuera de su campo la mayor parte del sujeto. Es por ello que cualquier modelo diagnóstico y cualquier aplicación terapéutica  tendría que poder contemplar que el cuerpo y la conducta son algo más que lo puramente mensurable.
            Sumado al cientificismo está la problemática del modelo capitalista en el que la existencia misma, en todas sus dimensiones, ha entrado en un proceso de cálculo y protocolización. La vida y la muerte, la enfermedad y la salud, se administran como otras tantas mercancías. Además se ofrecen los objetos como la solución a la insatisfacción estructural del deseo, oferta que llevada al extremo es justamente lo que causa patología, dada la imposibilidad de esta solución.
ALGO PARECIDO A DIAGNOSTICAR

            Desde que empieza el desarrollo evolutivo más temprano, aparecen ya ejemplos de variabilidades individuales y desviaciones de la norma; de esa norma óptima, ideal, esa norma que no tiene irregularidades, ni dificultades, ni malestares....

            Variabilidades que en la medida en que pasan por la ciencia actual pueden convertirse en patología, de acuerdo a unos criterios de diagnóstico rígidos y universales que no dan cuenta de la diversidad de procesos y de sujetos. Esta conversión de lo variable en patológico ya es problemática cuando es sostenida desde el discurso profesional pero se vuelve aún más conflictiva cuando en la era de la información todos somos un poco profesionales y el saber se banaliza a golpe de buscador en internet.
-Madres que alertan unas a otras sobre el cólico del lactante que ha dejado de ser parte de un proceso madurativo necesario del sistema digestivo del bebe, para convertirse en una enfermedad que requiere asistencia médica y tratamiento farmacológico.
-Dificultades en el sueño infantil que se manualizan y se convierten en best sellers de la divulgación, con el simplismo de un abordaje único y para todos igual, que no toma en cuenta no sólo las variabilidades de temperamento y regulación fisiológica, sino tampoco repara en qué se juega en el vinculo madre-bebe a la hora de dormir.
-Profesionales de distintos ámbitos como pediatras, orientadores o cuidadores de guardería que diagnostican retrasos en el desarrollo (motricidad, control de esfínteres, lenguaje, socialización...) con la ligereza del que no sabe el efecto de una etiqueta diagnóstica en el mundo simbólico del niño y de los que le rodean. Retrasos que pueden ser correctamente descritos si tomamos solamente el criterio cronológico pero que puede que se desvanezcan si dejamos que el tiempo y la reorganización subjetiva sigan su propio curso que no puede ser en todos igual y en el mismo tiempo.
-Equipos de Atención Temprana que reciben niños y niñas marcados no por una dificultad que puede necesitar apoyos e intervenciones sino por un diagnóstico que es requisito imprescindible para poder realizar la derivación en el programa informático de turno, diagnóstico suele vivenciarse como certeza de tara, de limitación, cronificando una mirada y un trato sesgado por la dificultad concreta y no por la globalidad del ser. Diagnósticos que muy rara vez se borran, se cambian, se matizan y que marcan identidades que son más fácilmente estructurables alrededor de un criterio externo y médico que en el difícil devenir de una individuación y subjetivación siempre incierta y deseante.


            Un caso especialmente significativo y con efectos devastadores es lo que está ocurriendo desde hace algunos años con el autismo. Cualquier signo en la primera infancia que tenga que ver con la inhibición y el retraimiento social es fácilmente asociado con la sospecha de autismo  sin tener en cuenta que alguno de los signos externos y formales asociados al “autismo” pueden también ser señales de la variabilidad del desarrollo infantil o síntomas de alguna situación o proceso emocional que genera sufrimiento y que suele ser taponado con el diagnóstico. La patologización precoz de la diversidad individual puede funcionar a modo de ese efecto pigmalion o profecia autocumplida que estudiábamos en la carrera.

            De hecho, para simplificar lo complejo y con el bienintencionado fin de la detección precoz, la prevención y la intervención temprana, se creó un instrumento de screening  M-CHAT, que en muchas ocasiones se utiliza como instrumento diagnóstico  y que en el caso del Servicio Andaluz de Salud es el requisito necesario para derivar a un niño a los Servicios de Atención Temprana. Por si no lo conocéis el M-CHAT es un protocolo de 23 items dicotómicos que puede ser aplicado por el pediatra, MAP o DUE o incluso autoaplicado por los mismos padres cuando el bebe tiene 18 meses de edad y que en menos de 20 minutos indica sospecha de autismo.
Algunos de los items discriminativos son:
-¿Se interesa su hijo por otros niños?
-¿Usa alguna vez su hijo el dedo índice para señalar o indicar interés por algo?
-¿Alguna vez su hijo le ha llevado objetos para mostrarle algo?

Este tipo de cuestionarios a rellenar por padres o profesores suponen una dismetría entre la enfermedad del niño y la salud del observador, como si cualquier observación pudiera ser aséptica y estar exenta de la propia subjetividad del que observa. Ante un mismo niño, diferentes observadores darán diferentes respuestas y en ellas está implicada lo individual y propio de cada sujeto, lamentablemente el que mira no siempre tiene una mirada tan limpia de conflictos como le suponen estas formas de diagnosticar.

            En cualquier caso, este método es coherente con una conceptualización simple del autismo que lo entiende como un déficit neurocognitivo sin descubrir y por lo tanto también es coherente el tratamiento a aplicar, que consiste en eliminar las conductas que no se ajustan al patrón normativo e insertar las conductas que le faltan. El sentido que puede tener para cada niño las conductas “inadaptadas” o la función que cumplen las inhibiciones son totalmente ignoradas, aplicándose un para todos igual que borra al sujeto y la forma estrictamente propia con que cada persona nos enfrentamos al mundo al que llegamos.

            Similar escena nos encontramos cuando años más tarde es necesario (o así nos lo hacen creer), un diagnóstico de TDAH para poder ser objeto de apoyo escolar cuando el niño presenta variabilidad en los tiempos de autoregulación del movimiento o alguna dificultad en su adaptación al contexto educativo. No me detendré a analizar la  forma y el fondo de este diagnóstico pues el año pasado tuvimos en estas mismas jornadas una estupenda mesa al respecto y porque el funcionamiento es bastante similar al descrito para el autismo. Condicionar las intervenciones, los apoyos, los cuidados de menores que pueden encontrarse con dificultades a la emisión de un diagnóstico supone cercenar las posibilidades de solución propia para sus dificultades que cada sujeto puede ir construyendo, solo o acompañado, pues dichos diagnósticos conllevan unas causas pseudobiológicas, unos tratamientos farmacológicos y una garantía de evolución y pronóstico que dejan poco espacio o ninguno para la pregunta por el sujeto  y para la búsqueda de una solución propia al sufrimiento. Se puede acompañar e intervenir sin diagnosticar.

            Con el mismo objetivo de alterar el supuesto curso crónico y negativo de la mal llamada enfermedad psicótica surge el concepto de EMAR, Estados Mentales de Alto Riesgo. Concepto que trata de sistematizar una detección precoz de la psicosis con el objetivo de realizar una intervención temprana, mejorar su curso y pronóstico.

            Dado el gran énfasis que está recibiendo este concepto con artículos, capítulos de libros, guías clínicas, protocolos de consejerías de salud, entrevistas estructuradas.... suponemos que los lectores conocéis qué tipo de signos se utilizan para clasificar a un adolescente como de alto riesgo de desarrollo de psicosis. Por si acaso, comparto sólo algunos de los items que recoge la entrevista estructurada (he recogido exclusivamente los síntomas básicos de la clasificación de Huber):

-¿Ha tenido dificultades para concentrarse (dificultades para escuchar a otros, ver la televisión, leer)?
-¿Ha notado algún cambio en sus sentimientos, o emociones, por ej. sentir que no tiene sentimientos, sentir que sus emociones están vacías. o que sus emociones no son de alguna manera auténticas?  ¿Ha habido algún cambio en la forma en que maneja sus emociones?
- ¿Ha sentido falta de energía-mental y física? ¿Está cansado/a, o le falta motivación o iniciativa? ¿Le falta fuerza de voluntad? ¿Falta de fuerza física?
-¿Ha notado algún cambio en su forma de moverse, por ej. torpeza, falta de coordinación, dificultad para organizar sus actividades o movimientos, pérdida de movimientos espontáneos? 
-¿Ha sentido alguna vez sensaciones extrañas en su cuerpo (p. ej. sentir que partes de su cuerpo han cambiado de alguna manera, o que funcionan de forma diferente)?


            Como decía antes, el objetivo de detectar los EMAR es prevenir la enfermedad antes de que aparezca. Podríamos pensar que es un objetivo muy loable si no tuviéramos serías dudas sobre la posibilidad de saber cómo se van a desarrollar los síntomas y con ellos las personas que los ostentan. Igual que tenemos serias dudas de que los indicadores utilizados sean propios de una estructura psicótica o más bien puedan ser experiencias adecuadas y propias de un momento evolutivo como es el de la adolescencia o que puedan estar provocados por numerosas situaciones de malestar objetivo o subjetivo. De alguna manera, el categorizar ciertas experiencias subjetivas que no llegamos a comprender racionalmente como EMAR, violenta la libertad de cada sujeto, imponiendo por medio de estudios de probabilidad un curso desolador del que solo podrá librarse si se ajusta a nuestra intervención, que lejos de ser clínica, en el sentido más clásico de la palabra, es categorizadora, limitadora y estigmatizante. Más bien me parece que este nuevo concepto trata de ajustar dentro de una “normatividad” las diversas experiencias subjetivas propias de una etapa vital tan variada y amplia como es la adolescencia. Qué mejor forma de control social que tener observada, mirada, registrada e intervenida a la gran mayoría de la adolescencia. No defiendo el abandono de esos adolescentes con experiencias subjetivas en algunos casos angustiantes, sino apelo al acompañamiento respetuoso y la confianza en el libre discurrir de cada sujeto para con los avatares de su psiquismo.

ALGO PARECIDO A TRATAR

            Los ejemplos citados hacen referencia a la tendencia cercenadora de lo subjetivo en el momento del diagnóstico pero podemos encontrar la misma forma de operar en relación al tratamiento. Podemos empezar por el tratamiento farmacológico.

            Se prescribe la sustancia sin saber nada del origen del malestar y en la próxima consulta ya no será el sujeto el que acuda con su malestar sino un objeto (persona medicada) sobre el que habrá que efectuar los cambios oportunos hasta lograr el ajuste (subir, bajar, añadir, cambiar...) y este efecto se produce no solo en el profesional sino también en la persona tratada que obvia cualquier referencia a sus circunstancias vitales, sociales, personales que le permitan preguntarse por su malestar y centra el mismo en la ineficacia del fármaco.

            Por otro lado, y dejando de lado qué criterio utiliza cada psiquiatra para elegir una u otra medicación y sin contar con la intromisión de la actividad comercial, me pregunto por el proceso de elaboración de las guías clínicas que se supone deben guiar la prescripción más allá de la publicidad de visitadores médicos. La elaboración de las Guías está basada principalmente en la búsqueda de la mayor evidencia científica por medio de publicaciones de estudios en las bases de datos internacionales. Si pensamos en los criterios requeridos para que un estudio sea publicado o simplemente considerado estudio, nos damos cuenta que toda aproximación que no sea objetiva, medible, cuantificable, modificable y repetible no tiene cabida. Toda la subjetividad desde la que nace el ser humano queda fuera del método científico, de los estudios, de las publicaciones y por tanto de las guías clínicas. No es un problema de metodología, es un problema de epistemología difícil de resolver por vías técnicas.

            Una de las ventajas que se le atribuyen a las guías clínicas es que “tienen la potencialidad de reducir la variabilidad”. Tengo serías dudas de que reduciendo la variabilidad se pueda mejorar la práctica clínica. Resulta curioso que el método científico necesite que sus variables no tengan variabilidad a pesar de su nombre. Las Guías de Practica Clínica, los Protocolos de Actuación, los Procesos Asistenciales Integrados, los Manuales de Intervención... tienen como objetivo unificar la práctica de los profesionales en pos de una mejor atención. Lo que no cuentan es que maxificando dicho objetivo se violenta y se atenta contra la propia subjetividad de los profesionales. Subjetividad que se hace presente en diferentes orientaciones teóricas, en la adaptación de cada técnica a cada paciente concreto y en el irremediable hecho de pasar por la propia persona del profesional. Entender que la relación terapéutica deba dejar de lado lo más propio de la persona del profesional para guiarse por las indicaciones de prescripciones con evidencia, es tratar de cercenar algo propio del ser humano, su perspectiva relacional.

            Similar enfoque le podemos dar a las intervenciones psicológicas que el sistema de salud pretende imponer de manera sistemática y con finalidad unificadora. Bajo el prisma de la evidencia disponible, las técnicas psicológicas sólo pueden alcanzar el rótulo de comprobadas científicamente aquellas que puede aislarse, medirse, replicarse y generalizarse por lo que la utilidad que pueda tener cualquier intervención que no cumpla esos requisitos queda completamente en el olvido de los manuales y los protocolos.

            Manuales que ofrecen un número de sesiones concreto, con unas actividades concretas, y que osan a adivinar cuál debe ser la respuesta concreta de cada uno de los sujetos tratados como objetos y sometidos a sus recomendaciones. Difícil, si no imposible, aún estando convencido y entregado a la manualización, que algún profesional pueda seguir paso por paso las indicaciones de la evidencia. Los “malditos” sujetos siempre suelen salirse de lo esperado y o nos obligan a improvisar fuera del manual o nos obligan a forcluir la subjetividad  de ambos, subjetividad que no ha sido ni puede ser manualizada.

            Esta obstrucción de la subjetividad del profesional en el tratamiento que defienden determinados modelos, es complementaria a la restricción de la subjetividad del paciente que debe seguir paso por paso el modelo de recuperación que se propone desde el profesional. El ejemplo más característico de esta violencia lo encontramos en el modelo de rehabilitación.

            No quiero extenderme mucho en describir como abordan las Guías o los Plantes de Tratamiento Integral de nuestros servicios la intervención con los llamados TMG pero dichas intervenciones marcan un modelo de recuperación basado en la aceptación del tratamiento farmacológico de forma crónica, en la conciencia de enfermedad del paciente, en la identificación del paciente como enfermo en el contexto familiar y también en el contexto social por la vía de solicitudes de minusvalía, incapacidades, pensiones no contributivas o ayudas vinculadas a la enfermedad.

            Aquella persona que se resista a la identificación con la etiqueta, aquella que no pase por la confesión de saber que su ser es un ser deficitario y que su realidad vital no es más que un síntoma, aquella persona que a pesar de sentirse en dificultades rechace aprovecharse del estado de bienestar en nombre de una desresponsabilización.... todas esas personas son concebidas como pacientes con mal pronóstico.

            He querido recoger sólo algunos de los ejemplos más evidentes de cómo la subjetividad de todos los implicados en la atención sanitaria en Salud Mental se ve violentada, suprimida, despreciada en pos de una supuesta mejor atención.


            Pero la subjetividad es tozuda y estoy convencida que cuanto más se le trata de cercenar, más vías encuentra para sobrevivir y hacerse presente por las grietas y agujeros que todo absolutismo tiene.



Contacto: sorayuca@gmail.com

25 oct 2016

Sentido común, Crónica del manicomio, por Fernando Colina



El día 15, coincidiendo con las VI Jornadas de La Revolución Delirante, Fernando Colina escribe este texto en su sabatina Crónica del Manicomio de "El Norte de Castilla". 
Queríamos compartirlo con todos vosotros y, de paso, recordad esta foto de Junio de 1978, tomada durante el encierro que realizaron los trabajadores del Hospital Psiquiátrico Dr. Villacián para defender sus puestos de trabajo y democratizar el Centro Asistencial que surgía tras la abolición del manicomio de Valladolid. Igual distinguís algunas caras conocidas.


Sentido común


Existe una definición de la locura que no ha sido mejorada. Se remonta a 1798, unos años antes de que la psiquiatría adquiriera carta de naturaleza en el mundo médico. Proviene de la filosofía, de Kant, quien en su ‘Antropología’ la definió sencillamente como una pérdida del sentido común. Sin más.
Han pasado más de dos siglos y la definición se mantiene incólume. Incluso podemos decir que es la definición más cuerda y sensata con que contamos, mucho más cercana ella misma al sentido común que las propuestas por cualquier profesional de esa especialidad, algo emponzoñada, que llamamos  Psiquiatría.
La propuesta de Kant es más precisa y noble que cualquiera de las que se enzarzan en discusiones diagnósticas vacuas, monótonas y aburridas. De hecho, presenta varias ventajas. La primera, que al hablar de pérdida del sentido común evita alejar al loco del cuerdo, pues, como tantas veces se ha dicho, el sentido común escasea. Por consiguiente, todos estamos un poco locos aunque algunos, de cuando en cuando, lo estemos más intensamente. Esa es toda la diferencia, sin barreras, fronteras ni saltos cualitativos.
Además, y por si fuera poco, la definición carece de vuelo diagnóstico. No valora a nadie desde el punto de vista de la enfermedad. Solamente evalúa cuánto sentido común acumula o extravía. De este modo Kant nos devuelve un aire fresco original, ahora que todo se etiqueta con nombres –esquizofrenia, paranoia, depresión, trastorno bipolar– que sepultan a la persona bajo una losa categorial. En este desmadre clasificador se ha llegado a abordar la tristeza circunstancial como si se la pudiera someter a los cánones científicos del cáncer, la tuberculosis o la estenosis mitral, en vez de hacerlo bajo los parámetros del dolor, la soledad y la poética.
Lo que nos aleja de la cordura no es ni la extravagancia del pensamiento ni el desorden de la conducta, por muy desusados e inauditos que sean. No está loco el que tiene ideas raras o manías chocantes, sino el que no puede compartir espontáneamente las verdades básicas de los demás, como son el afecto, la piedad, la colaboración, la demostración de la realidad. Y como también lo son, desgraciadamente, las opciones contrarias, el egoísmo, la altanería, el desprecio o la crueldad.
Alguien que no entienda que este mundo es tan tierno como cruel, es loco. Alguien que no asuma que el otro es en principio enemigo y amigo a la vez, también lo es. Lo difícil, en todo caso, es mantenerse cuerdo en tiempos convulsos y erráticos como los presentes, cuando el sentido común nos anuncia que se ha perdido el sentido común. Por eso, de quien se sorprende o se asombra de que se pueda votar a quien es corrupto, fascista o prepotente, no se sabe si conserva el sentido común, contra viento y marea, o empieza a mostrar signos de pérdida.

Fernando Colina
Crónica del manicomio 
15.10.16

18 oct 2016

Violencias (in)visibles -parte I-, Ana Carralero en las VI Jornadas de La Revolución Delirante


Os dejamos el texto que nuestra compañera, Ana Carralero Montero, enfermera especialista en Salud Mental del CSM San Blas de Madrid, presentó el pasado día 15 de Octubre en las VI Jornadas de La Revolución Delirante.

Le agradecemos que haya compartido con nosotros este magnífico testimonio y esperamos que sea el primero de muchos otros de los que pudimos escuchar en este apasionado encuentro sobre “Coerción y Violencia en Salud Mental”.

Se recomienda encarecidamente pensar después de leer.


La parte más difícil es aceptar mi responsabilidad en la dinámica de la violencia
(Claude Anshin Thomas.)

Es un placer poder participar en estas Jornadas de la Revolución Delirante. Es la primera vez que me encuentro en un espacio profesional en el que puedo expresar libremente mi preocupación por el tema de la violencia en psiquiatría, haciéndolo desde una posición no de réplica y con el propósito de contribuir a un diálogo que genere conocimiento colectivo. Para mí es toda una novedad. Y también lo es llamarlo “violencia”; no “manejo del paciente” ni “contención” ni “defensa personal”. Porque creo que llamarlo “violencia” es el primer paso para poder dejar de ejercerla.

No es común en psiquiatría llamar a las cosas por su nombre. Lo más habitual es utilizar eufemismos o términos innecesariamente complejos que en muchas ocasiones ocultan -o justifican- la brutalidad de nuestras prácticas.

Por ejemplo, una de estas prácticas consiste en atar a la gente a la cama. Desde luego no es la única práctica de violencia que ejercemos, pero quizá sí sea la que mejor simboliza el trato inhumano y hasta dónde llegamos en el control de la conducta. El término que nos sirve para justificar esta práctica es el de “agitación psicomotriz”. Aunque intenta categorizarse como un síndrome clínico, lo cierto es que las definiciones que se proporcionan son ambiguas y poco exhaustivas. 

Por ejemplo el DSM-5 la define como una “excesiva actividad motora asociada a una sensación de tensión interna. Habitualmente la actividad no es productiva, tiene carácter repetitivo y está constituida por comportamientos como caminar velozmente, moverse nerviosamente, retorcerse las manos, manosear la vestimenta e incapacidad para permanecer sentado1”. Los instrumentos para medir “la agitación psicomotriz” tampoco arrojan mucha más luz sobre el concepto: la escala de comportamiento agitado de Corrigan2, por ejemplo, incluye ítems como “mantiene poco la atención, se distrae con facilidad, es incapaz de concentrarse”; “poco cooperador, no deja que le cuiden, exigente”; “habla rápido, alto o en exceso”. 

Puede que el término signifique algo en neurología, pero desde luego como cuadro psiquiátrico todos lo hemos podido padecer alguna vez. Puede ser cualquier cosa. Incluso los ítems que expresan un grado mayor de violencia, como “es violento o amenaza a las personas o a la propiedad”; “se hace daño o insulta”; tampoco parecen muy específicos. Solo haría falta ir a un bar una tarde de fútbol o quedarse en un atasco en Madrid para ver agitaciones por todas partes.

Pero que el término no diga absolutamente nada no significa que no tenga una utilidad para los trabajadores de la salud. En el ejemplo de la contención mecánica, justifica su uso. En muchas unidades de hospitalización encontramos la prescripción médica “si agitación psicomotriz contención mecánica”. Este tipo de prescripción “si precisa” (como se hace con otras como “ibuprofeno si dolor” o “paracetamol si fiebre”) nos dice no solo que la contención mecánica es una práctica tan frecuente que se prescribe por si acaso (a pesar de que siempre se diga que se utiliza como último recurso) sino también que se justifica por un teórico cuadro en el que los síntomas son tan patognomónicos como hablar rápido, sentir tensión interna o no poder estar sentado. Se convierte así en una forma de justificar nuestra violencia.

Por otra parte, el uso de este término resulta profundamente discriminatorio (o estigmatizador, que dicen otros) aunque a veces trate de disfrazarse precisamente de lo contrario. En una revisión sistemática realizada en 20113 las actitudes discriminatorias hacia la gente con diagnósticos psiquiátricos, que se concretaron en el deseo de distanciarse, eran  mayores cuando existía una percepción de peligrosidad e impredecibilidad, mucho más que cuando existían percepciones de atribución de responsabilidad individual (es decir, cuando se hace a las personas responsables de su condición, generalmente porque se las considera faltas de fuerza de voluntad, débiles de carácter o que llevan un estilo de vida inmoral). 

Hace unos meses acudí a una charla sobre la contención mecánica en el Ateneo de Madrid4 en la que participaba una conocida psiquiatra. Aunque ella repitió varias veces que había una diferencia clara entre agitación psicomotriz y violencia, ya que la violencia es intencional y la agitación psicomotriz no (no olvidemos que la agitación psicomotriz es un síndrome producto de la enfermedad del paciente: “el paciente no quiere hacer esto”, que decía ella), en muchas ocasiones utilizó la palabra agresividad para referirse a este supuesto cuadro psiquiátrico. Además utilizó algunas expresiones que se escuchan frecuentemente cuando se habla del “paciente agitado”, tales como: “el paciente está mal y cualquier cosa puede desencadenar un episodio de agitación”; “la conducta es muy impredecible”; “es difícil en estos pacientes saber qué va a pasar porque puede cambiar su actitud de un minuto a otro”; “puede parecer un energúmeno”; “en caso de mucho peligro hay que evitar la confrontación, salir del lugar y llamar a la policía”; “que el paciente no tenga ningún objeto peligroso, ni mecheros ni cuchillos”. ¿No transmite este discurso una idea de peligrosidad e impredecibilidad?

Por supuesto no es la única persona que sostiene esta idea. Este año se publicó un “documento de consenso”5 en el que una asociación profesional y una supuesta sociedad científica esgrimían exactamente los mismos argumentos, utilizando de forma indistinta “agitación” o “agresividad” pero diferenciando “agresividad” de “violencia” (cabe decir que esta diferencia estará muy clara para ellos, como lo está la entidad “agitación psicomotriz”, si bien no lo está para los académicos de la Real Academia de la Lengua Española). En este documento se pueden leer frases como “es recomendable colocarse fuera del espacio personal del paciente (algo más lejos del alcance de sus brazos)”, “asegurar una vía de salida” “con la puerta abierta o semiabierta”, “el profesional debe estar cercano a la puerta”. Tanto la psiquiatra como los profesionales que elaboraron el documento, señalan como posible causa de la agitación psicomotriz diversos diagnósticos psiquiátricos, entre los que no puede faltar, por supuesto, el de esquizofrenia (¿no estábamos de acuerdo ya en que vincular los diagnósticos psiquiátricos con la violencia, o sea con la agresividad, o sea con la agitación psicomotriz, era propiciar el estigma6?). Curiosamente, tanto la psiquiatra en cuestión como este “documento de consenso” insisten en que, aunque la agitación psicomotriz no es algo que voluntariamente el paciente quiera manifestar o controlar, sí puede resolverse a veces haciendo “una exhibición de fuerza (que el paciente vea personal sanitario e incluso vigilantes de seguridad dispuestos a poner en práctica la inmovilización)5”, ya que, en palabras de la psiquiatra “muchas veces el poner en marcha el dispositivo ya es disuasorio porque al final el paciente comprende que tiene un poco que ceder a ese tratamiento” (olvidé decir, aunque seguro que ustedes ya lo adivinaron, que “en ocasiones, el origen de una agitación psicomotriz está relacionado con el abandono del tratamiento previo”5),  añadiendo con una sonrisa maternal “los listos de ellos, cuando ya está todo, dicen: no, ahora me tomo la medicación”.

Todas estas cosas contravienen no solo el método científico más elemental, las recomendaciones de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud e incluso las leyes de la argumentación y la gramática más básicas. No merecerían ni mencionarlas si no fuera por una cuestión que está de fondo y que representa el verdadero peligro: la presencia de la industria farmacéutica. En este caso concreto se trata de los laboratorios Ferrer® y un producto que lanzaron al mercado hace un par de años para tratar (¿pueden creerlo?) la agitación psicomotriz. Este medicamento debe administrarse según su ficha técnica solo en entorno hospitalario y bajo supervisión de un profesional sanitario, sin embargo la psiquiatra aseguraba que “por desgracia hasta ahora solo es de uso sanitario. El único, digamos, efecto secundario o riesgo que tiene es que en aquellos pacientes que tengan alguna patología pulmonar pues hay un riesgo de broncoespasmo que se soluciona con el típico Ventolín® de siempre, o sea que no es una situación de urgencia (…) No lo podemos utilizar de momento o todavía, esperemos que en el futuro sí en el ámbito familiar” (señalar que la charla estaba dirigida principalmente a familiares de personas con diagnósticos psiquiátricos). Aunque seguro que ya lo sospechaban, Ferrer® también publica y difunde el documento de consenso del que hablaba: “Abordaje y cuidados del paciente agitado”, si bien advierte en letra pequeña que “los contenidos pueden no coincidir necesariamente con la documentación científica o ficha técnica correspondiente aprobada por las autoridades sanitarias competentes”.  El mensaje que publicita Ferrer® es el de la imagen: “es importante prevenir la progresión agitación-agresividad-violencia”; “garantizar la seguridad del paciente y del personal de enfermería”; “calmar rápidamente y de forma no invasiva”. Lo de “no invasiva” lo dicen porque el fármaco se administra de forma inhalable, no por la involuntariedad que muchas veces conlleva o la contención mecánica con la que se amenaza a los “listos” de los pacientes.

Lamentablemente Ferrer® y su apuesta por el discurso “el paciente no tiene la culpa”, “la agitación lleva a la agresividad y ésta a la violencia a no ser que la mediques”; “el paciente es imprevisible y peligroso cuando se agita, pero no es su culpa, la culpa es de la enfermedad”, también está presente en otros lugares, por ejemplo, en cursos para “atender” al “paciente agitado” incluso colaborando con instituciones universitarias como la Universidad Loyola de Andalucía en la Cátedra Loyola-Ferrer. Ya sabemos cómo funciona esto: compremos a los profesionales y generemos la ciencia que nos hace falta.

Esto es lo que me preocupa, sinceramente. Porque la idea de que la persona con diagnóstico psiquiátrico es imprevisible, que se puede poner violenta en cualquier momento, etc., socava un muro que muchas personas diagnosticadas, allegados y trabajadores nos esforzamos cada día por levantar y defender: que los diagnósticos psiquiátricos no se vinculan con violencia. Que el mayor riesgo en cuanto a la violencia en las personas con un diagnóstico psiquiátrico no es que la ejerzan, sino que la reciban. La prevalencia de violencia, sea esta física, sexual, doméstica o comunitaria, es mucho mayor hacia las personas con diagnósticos psiquiátricos que hacia las personas sin ellos. Que estas personas son más veces abusadas, violadas, golpeadas y atacadas que la población general7,8. Y por si fuese poco, esa idea discriminatoria legitima al profesional para actuar o defenderse del “paciente agitado”, mediante el uso de la violencia institucional y “por su propio bien”.

El uso de las palabras no es inocente. Creo sinceramente que una de las cosas que podemos hacer para ayudar y apoyar a las personas con las que trabajamos es utilizar un “lenguaje corriente”, que como decía Jacqui Dillon9 “es menos aterrador y empodera a la persona”. Esta forma de utilizar el lenguaje también es defendida por organizaciones científicas (pero científicas de verdad) como la Sociedad Británica de Psicología10. El lenguaje configura nuestra manera de ver el mundo, crea una realidad. Y voy a poner un ejemplo de esto, aprovechando algo que viví hace algunas semanas en el centro donde trabajo.

Estaba en mi centro participando en un grupo que facilito los miércoles, cuando escuché unos fuertes golpes fuera de la sala. Como no paraban me asomé y vi que en la administración había un hombre gritando y golpeando el cristal que (no entiendo por qué) separa a los administrativos de los usuarios en los servicios públicos de salud. Bajé las escaleras y me encontré con que varios compañeros sanitarios habían cerrado la puerta de la administración con llave, el señor gritaba al otro lado del cristal y los trabajadores trataban de tranquilizarle desde el otro lado. El documento de consenso del que venimos hablando advierte explícitamente que “hay que evitar actitudes de confianza o abordar por la espalda”, pero como soy una temeraria (o como no lo he leído bien, que es de lo que me acusaron sus autores), me acerqué por la espalda al señor y le pregunté su nombre. Me explicó que el día anterior no había podido contactar con el centro, había llamado cuarenta veces (me aseguró que tenía las llamadas grabadas en el teléfono) sin respuesta (tengo que decir en defensa de mis compañeros que por diferentes circunstancias llevan varios meses trabajando con un 50% o incluso un 75% menos del personal contratado para la administración). Una vez llegó al centro, llamó desde su teléfono y observó cómo mis compañeras de administración no atendían la llamada. Y se enfadó. Se enfadó mucho.  En otro acto de temeridad manifiesta y desoyendo todas las recomendaciones financiadas por Ferrer®,  le miré fijamente a los ojos. Después de un par de minutos de conversación, el señor se tranquilizó, mis compañeros abrieron la puerta y yo volví a mi grupo. Al día siguiente un compañero explicó el incidente diciendo que “un paciente se había agitado en la administración y casi nos abre la cabeza”. Y lo dijo con total convencimiento. Escuché una vez a este compañero decir una frase que todavía recuerdo “cuando no te funciona el neurotransmisor, no hay psicoterapia que valga”.

Pongo este ejemplo no solo para ilustrar que nuestra forma de ver al paciente configura la realidad que percibimos, sino también para subrayar otro peligro que hay en el uso del término “agitación psicomotriz” y que puede extraerse en los estudios que hablan de las “conductas agitadas” o del “paciente agitado”: el aislamiento de la conducta de una persona del entorno en el que se produce. En muchos estudios sobre la epidemiología de las conductas agitadas o agresivas, suelen manejarse variables como diagnóstico, síntomas, historia previa de conductas agitadas, consumo de drogas, etc11., pero pocas veces se manejan variables como número y características personales de los trabajadores, características del servicio, tiempo de espera, voluntariedad/involuntariedad de la demanda, información del procedimiento, etc. Si se considera que la agitación o la agresividad o como quiera que lo llamemos es producida por el diagnóstico del paciente, dejamos de preguntarnos más, o como decía Tomás López Corominas12 “mientras diagnosticar de enfermo mental a quien hace algo incomprensible sirva de explicación nunca nada podrá ser explicado”.

En mi opinión, debemos dejar de llamar “agitación psicomotriz” al nerviosismo, la inquietud, el enfado o incluso a la agresividad del paciente con un problema de salud mental, como tenemos que dejar de llamar “cuidado” o “terapéutico” a la violencia ejercida contra él (aunque esto último no es mi opinión, sino de la Asamblea General de Naciones Unidas13 , que dice que las intervenciones médicas forzosas suelen justificarse erróneamente alegando teorías de necesidad terapéutica contrarias a la Convención de Derechos de Personas con Discapacidad). Quizá si utilizamos palabras más humanas, podremos dejar de ver al paciente como un animal, dejar de decir cosas como “los animales se defienden de alguna forma así cuando tienen miedo”4, “la aproximación debe hacerse de lado, pero dentro del campo visual del paciente”5, “no distanciarse en exceso ni mirarle fijamente”5, “si mostramos miedo el otro se crece”4; o dejar de atarle con correas. Si el incidente de mi centro hubiera ocurrido en una tienda, nadie hubiera hablado de paciente agitado. Y que lo llamemos por su nombre no implica culpar al paciente o a su diagnóstico de nada, ni discriminar al paciente, claro que no. La violencia no solo ocurre en los servicios de psiquiatría. Ocurre principalmente en urgencias y ocurre mucho en atención primaria. Hemos repetido hasta la saciedad y tenemos las estadísticas de nuestro lado, que las personas con diagnósticos psiquiátricos son menos violentas que la población general. Y nosotros sí nos lo creemos (sin añadir a pie de página un supuesto cuadro psiquiátrico que acusa a las personas con determinados diagnósticos de poder ponerse agresivas en cualquier momento, eso sí, sin intención).

Si dejamos de llamar “agitación psicomotriz” a la violencia que ocurre no solo en psiquiatría, sino en todo el sistema sanitario, podremos abordar este problema como lo que es: un problema social en el que todos tenemos una capacidad de actuación. Por último, si llamamos a las cosas por su nombre, podremos pensar también en que lo que hacemos a veces como profesionales no es cuidar, sino coercer, ejercer violencia sobre el otro.

He empezado con una cita de Claude Anshin Thomas, un excombatiente que ha reflexionado mucho sobre la violencia y sobre formas no violentas de relacionarnos. Me gustaría terminar también con algo que le escuché decir a él y que a mí me hizo y me hace pensar: que cuando el que tengo enfrente actúa violentamente contra mí -por ejemplo gritándome- eso me conecta con el sufrimiento que yo recibí, en el seno de mi familia, de mi cultura y de mi sociedad. Es entonces cuando se me legitima para responder violentamente a mi agresor. Pienso que si reflexionamos sobre esto de forma honesta, podremos encontrar soluciones al problema de la violencia en los entornos sanitarios.


Referencias:


1. American Psychiatric Association. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5). 5ªed. Madrid: Médica Panamericana; 2014.
2. Corrigan JD. Development of a scale for assessment of agitation following traumatic brain injury. J Clin Exp Neuropsychol. 1989;11(2):261-277.
3. Angermeyer MC, Holzinger A, Carta MG, Schomerus G. Biogenetic explanations and public acceptance of mental illness: a systematic review of population studies. Br J Psychiatry. 2011;199(5):367-372.
4. Díaz Marsá M. Contexto histórico y situación actual de la contención mecánica. 22 febrero 2016; Madrid.
5. Asociación Nacional de Enfermería de Salud Mental, Sociedad Española de Enfermería de Urgencias y Emergencias. Abordaje y cuidados del paciente agitado. Documento de consenso. Barcelona: Medical Dosplus; 2016 [citado 13 octubre 2016]. Disponible en: http://www.anesm.org/wp-content/uploads/2016/01/Documento-de-consenso-ANESM_SEEUE-paciente-agitado.pdf
6. Canadian Mental Health Association. Violence and Mental Health: Unpacking a Complex Issue [Internet]. Ontario: Canadian Mental Health Association; 2011 [citado 13 octubre 2016]. Disponible en: http://ontario.cmha.ca/public_policy/violence-and-mental-health-unpacking-a-complex-issue/#.V__P6OWLTIU
7. Oram S, Trevillion K, Feder G, Howard LM. Prevalence of experiences of domestic violence among psychiatric patients: systematic review. Br J Psychiatry. 2013;202:94-99.
8. Khalifeh H, Johnson S, Howard LM, Borschmann R, Osborn D, Dean K, et al. Violent and non-violent crime against adults with severe mental illness. Br J Psychiatry. 2015;206:275-282.
9. Entrevoces.org [Internet]. Madrid: Entrevoces; 8 octubre 2015 [citado 13 octubre 2016]. Entrevista a Jacqui Dillon, Vídeo. Disponible en: https://entrevoces.org/es_ES/entrevista-a-jacqui-dillon-video/
10. Division of Clinical Psychology. Guidelines on Language in Relation to Functional Psychiatric Diagnosis. Leicester: The British Psychological Society; 2015.
11. George C, Jacob TR, Kumar AV. Pattern and correlates of agitation in an acute psychiatry in-patient setting in a teaching hospital. Asian J Psychiatr. 2016;19:68-72.
12. López Corominas T. Acuerdia y las autopsicuelas. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría. 2016;36(129):225-238.
13. Informe del Relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, Juan E. Méndez. Asamblea General de Naciones Unidas, A/HRC/22/53, (1 feb 2013).